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Santiago Navajas

Un liberal ateo lee a Ratzinger

Estar de acuerdo con Ratzinger es defender el Logos auténtico, el limitado y humilde de Sócrates, frente a tanto Robespierre de pacotilla

Estar de acuerdo con Ratzinger es defender el Logos auténtico, el limitado y humilde de Sócrates, frente a tanto Robespierre de pacotilla
El papa emérito, Benedicto XVI, en Baden-Wuerttemberg, Munich, en junio de 2020 | Europa Press

En la muerte de ese extraño Papa que fue Benedicto XVI cabe reflexionar sobre su extrañeza. Y no me refiero a que cuando fue un adolescente perteneciera al Ejército alemán hitleriano, como todo hijo de vecino menor de edad en Alemania en aquella época (Günther Grass, sin ir más lejos, fue más allá: sirvió en las Waffen-SS, cuerpo de élite y brazo de combate de las SS), ni tampoco a que se apartara del liderazgo efectivo de la Iglesia Católica (los caminos del Espíritu Santo son inescrutables), sino a su visión profundamente cristiana en un mundo que tiende a olvidar el mensaje de una tradición que parte de Jesús, se consolida con San Pablo, alcanza su culmen con Santo Tomás, su renovación moderna con Lutero y la Escuela de Salamanca (desde perspectivas antagónicas) y tiene su última gran llamarada en el pensamiento de Ratzinger.

Para empezar a analizar la extrañeza hay que señalar que Ratzinger era alemán, como alemán era el filósofo más determinante del siglo XX, un católico que renegó no solo de la fe de sus padres, sino del núcleo de lo que significaba el cristianismo. Martin Heidegger pretendió deconstruir toda la tradición metafísica occidental desde Platón, lo que significó un terremoto conceptual que puso patas arriba todas las nociones establecidas sobre el orden físico y moral del mundo que el cristianismo había ayudado a establecer. Si Ratzinger colaboró inconscientemente con los nazis, Heidegger fue auténticamente nazi en su madurez intelectual y hasta el fin de su vida jamás dijo una palabra de arrepentimiento sobre sus días de vino y rosas con Hitler. La traición de Heidegger simboliza la caída de tantos intelectuales del siglo XX en el abismo del totalitarismo. ¿Por qué? La respuesta de Ratzinger fue que se habían rebelado contra Dios. Pero, ¿qué es Dios?

A finales del siglo XIX el filósofo Nietzsche, maestro de Heidegger, había sentenciado que "Dios ha muerto", queriendo expresar con ello que los fundamentos metafísicos que son el cimiento de una civilización estaban siendo destruidos. Rimbaud lo había expresado poéticamente en Una temporada en el infierno:

"Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. —Y la encontré amarga. —Y la injurié. Me armé contra la justicia (...) Logré desvanecer de mi espíritu toda esperanza humana. Sobre toda alegría para estrangularla di el salto sordo de la bestia feroz."

Pues bien, toda la tarea intelectual de Ratzinger estaba encaminada a salvar la Belleza, la Justicia, la Verdad y el Bien en un mundo que tiende a relativizarlas hasta el punto de que no solo se consagra la Fealdad, la Injusticia, las Fake News y el Mal, sino que además, se pretende que todo el mundo tenga que respetar los delirios ideológicos, las imposturas científicas, las falacias éticas y las estupideces políticas simplemente porque así lo establecen los nuevos ídolos de la tribu: del "consenso" de los "expertos" al plutocrático World Economic Forum, pasando por la distópica Agenda 2030. Siguiendo a Nietzsche, hemos asesinado a Dios y en su lugar hemos puesto a un adefesio borracho con ínfulas moralistas. En palabras de Ratzinger:

En el proceso del encuentro y la interpenetración de las culturas se han quebrado en buena parte una serie de certezas éticas que hasta ahora resultaban fundamentales. La cuestión de qué es entonces realmente el bien, especialmente en el contexto dado, y por qué hay que hacer el bien, aunque sea en perjuicio propio, es una pregunta básica que sigue careciendo de respuesta.

En 2004 el cardenal Joseph Ratzinger y el filósofo Jürgen Habermas dialogaron en la Academia Católica de Múnich sobre los Fundamentos morales prepolíticos del Estado liberal, desde las fuentes de la razón y de la fe. Ambos alemanes, ambos radicalmente enfrentados al irracionalismo de Heidegger y unidos en la defensa de la Razón, aunque desde perspectivas diferentes pero respetuosas. El filósofo insistía en la necesidad del diálogo y la tolerancia; el teólogo advertía contra la soberbia de la razón ilustrada, tan dada a endiosarse y producir los peores monstruos. Esto de Ratzinger debería ponerse a la entrada de los Parlamentos de todo el mundo:

Es tarea de la política someter el poder al control de la ley a fin de garantizar que se haga un uso razonable de él. No debe imponerse la ley del más fuerte, sino la fuerza de la ley. El poder sometido a la ley y puesto a su servicio es el polo opuesto a la violencia, que entendemos como ejercicio del poder, prescindiendo del derecho y quebrantándolo.

En esta dialéctica sobre la secularización, Ratzinger expuso el principal punto débil de la Modernidad filosófica y la teoría liberal del Estado y la sociedad: un subjetivismo que al justificarse únicamente desde sí mismo tiende al autismo filosófico, el narcisismo político y la arbitrariedad moral. Algo en lo que está de acuerdo toda la tradición liberal que, desde el racionalismo crítico, ha subrayado que el racionalismo constructivista, que pretende encarnar una razón endiosada, se dirige hacia el camino a la servidumbre del Estado totalitario, ya sea en sus formas tiránicas explícitas o más insidiosamente posmodernas. Por ello es fundamental compartir la defensa que hace Ratzinger de una dignidad de la persona enraizada en lo más fundamental del ser humano: su capacidad racional, lingüística y conceptual:

Existen, pues, valores que se sustentan por sí mismos, que tienen su origen en la esencia del ser humano y que, por tanto, son intocables para todos los poseedores de esa esencia.

Recordar a Ratzinger implica olvidar a Rimbaud. Escuchar el mensaje constructivo de Benedicto XVI significa hacer caso omiso a los cantos deconstructores de Heidegger. Estar de acuerdo con Ratzinger es defender el Logos auténtico, el limitado y humilde de Sócrates, frente a tanto Robespierre de pacotilla que diviniza a la Razón y sustituye el altar por la guillotina. O, lo que es lo mismo, volver a hacer brillar el espíritu de la esperanza humana y reivindicar la alegría. En ese camino, ateos y creyentes podemos y debemos ir de la mano.

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