
El fútbol, a fin de cuentas, es sólo un juego. Y los juegos nunca son tan serios como para morir y matar por ellos, que dice aquel. ¿Estamos seguros de esto? Yo de niño jugaba con mi hermano a guerras y secuestros. Combatíamos por los dominios del salón igual que si estuviésemos disputándonos Breda, pero nunca terminamos igual de caballerosamente que Spinola y Nassau porque si algo sabe un niño es que pocas cosas hay más serias que las cosas por las que se juega. Si nos pusiésemos intensos, podríamos hablar de esto durante horas. Para evitar perdernos, digamos simplemente que algo no puede ser del todo inocente si consigue que adolescentes pubertosos madruguen un fin de semana para colgar de un puente un monigote con la camiseta del eterno rival; o que peces gordos encorbatados logren mimar el bienestar de varias generaciones familiares a base de especular en torno a él.
No querría pecar de demagogo ni sumarme al ejército simplista que señala al dinero como una truculenta herramienta diseñada por el capitalismo para alienarnos a todos. Para mí es más bien un medidor que habla bastante elocuentemente de lo que somos. Allí donde las cosas nos aportan algo hay dinero. Y luego es la codicia humana la que permite que termine habiendo corrupción, mafia, engaño, fraude y desesperación. Ocurre una cosa curiosa y es que tendemos a pensar que es el fajo de billetes el que hace que cualquier actividad comience a ser interesante. Somos un poco como el ludópata aquel que aprovecha hasta las timbas con su abuela para meterle pimienta a la partida apostando su paga extra de Navidad. No nos damos cuenta de que un juego no es importante por las ganancias o pérdidas millonarias que pueda suponerle a nadie. Un juego es importante aunque no genere nada porque, de hecho, lo puede llegar a generar.
Digo todo esto para evitar un engaño. El engaño viene a ser que como el fútbol es sólo un juego, que dice aquel, y más importante que los juegos es el dinero, habría que velar antes por la salud financiera de quienes se reparten el pastel que por la limpieza de los jugadores que hacen trampas para llevarse más porción. Durante los últimos días se ha esgrimido en tertulias y columnas el mantra cierto de que el fútbol español tiene dos patas. Real Madrid y Fútbol Club Barcelona. Fútbol Club Barcelona y Real Madrid. Dos siameses enfrentados, deseosos de matarse el uno al otro pero condenados a salvarse en última instancia siempre, pues su propia vida y la de todos los parásitos de la Liga que beben de su teta depende de que a ninguno de los dos se los tenga que enterrar alguna vez. Si se demuestra que es verdad que el Barsa trató de influir en los árbitros, con éxito o no, y el Barsa acaba condenado, nos dicen, todo el fútbol español caerá con él. La alternativa, por tanto, es mirar hacia otro lado. Balonazo arriba y a seguir, sabiendo que a partir de ahora será imposible estar seguros de que los penaltis en el Camp Nou son pitados en el césped y no en el palco.
Como yo no creo que los juegos sean solamente eso, tengo las cosas más bien claras. Si algo he recordado siendo tío es que pocos segundos hay más intensos en la vida que aquellos en los que caes al suelo, que es de lava, y tu cuerpo y tu alma se detienen durante un instante de desesperación y miedo. Lo más importante para que un juego sea un juego, es decir, la ficción más maravillosa del mundo, es que la mentira que lo recubre sea creíble. Uno lucha por su vida contra sus hermanos en el fuerte de cojines del salón y llora de desesperación en el último minuto de las semifinales de la Champions contra el City. Después gana o pierde, muere o vive, se despierta de esa euforia y regresa a casa pensando que hay mentiras que son ciertas, aunque no se sepan explicar. Si nadie quiere pagar por ellas porque en ellas no está Messi, o Lewandowski, o la madre de Mbappé, pues hasta casi que mejor.
