
En el mundo de ayer, los politólogos y los especialistas en demoscopia electoral podían ganarse la vida sin demasiados sobresaltos laborales con solo repetir que los comicios se ganan desde el centro. Y es que eso que recitaban ya por costumbre rutinaria era verdad. Las elecciones, en efecto, se ganaban desde el centro. Así, Felipe González pudo gobernar durante 13 años seguidos por una única razón, a saber: porque mucha gente que no era de izquierdas le votaba. Y Aznar logró el prodigio de que la derecha pisase La Moncloa alguna vez porque en los mítines se ponía a hablar en términos elogiosos de don Manuel Azaña, el presidente de los rojos.
Porque la derecha solo consiguió llegar a La Moncloa cuando le votó una parte de la izquierda, no antes. Pero el mundo de ayer se acabó en torno a 2010. Desde entonces, las cosas funcionan justo al revés: se gana desde los extremos. Y eso desconcierta por igual tanto a los estrategas del PSOE como a los del PP. En el PP, simplemente, ya no saben qué hacer con Vox. Por eso filtran una encuesta amiga cada cuarto de hora con la esperanza de que el electorado de Abascal cambie, por simple oportunismo, y se pase al caballo ganador. Pero no les funciona: la fidelidad del voto a Vox sigue siendo altísima, la mayor entre todos los partidos.
Y en el otro lado tampoco sabe bien qué hacer. Por eso, el paradójico contrasentido de ver a un partido socialdemócrata convencional volcándose de modo entusiasta para apoyar, y con todos los medios a su alcance, a un grupo competidor que está muy a su izquierda. El PSOE necesita que Sumar movilice a los abstencionistas de izquierdas, pero también que Podemos deje de irritar a los más tibios y asustadizos dentro de su propio electorado. Necesita ambas cosas a la vez. Y con urgencia, con mucha urgencia. Un propósito que solo se puede consumar de un único modo: defenestrando al matrimonio Ceaucescu tras las municipales y autonómicas, con el cese de Montero en Igualdad, mientras que se refuerza la imagen institucional y mediática de la ministra de Trabajo. No hay otra. Los Ceaucescu tienen los días contados.
