
Que la terrible ola de estupidez izquierdista que vivimos tuviese lugar sólo en España supondría un cierto fastidio –¡justo nos tenía que tocar a nosotros!– pero también no poco alivio: siempre podríamos pensar que nosotros mismos o al menos nuestros hijos tendríamos algún lugar en el que refugiarnos de tanta imbecilidad y, también hay que decirlo, tanta maldad.
Sin embargo, "¡ay mísero de mí, ay infelice!", lo cierto es que esta ola no sólo está anegando España sino prácticamente todo el mundo y a su paso, como al de un tsunami, no está quedando en pie ni aquello que considerábamos sagrado ya no para la religión, sino para la propia civilización.
No hace tanto, no hay que remontarse a cuando ustedes y yo éramos niños, las quemas de libros de los nazis eran uno de los ejemplos más claros de la barbarie a la que puede llegar el ser humano. Hoy en día no los queman porque queda feo y si te descuidas libera CO2, pero el fondo es el mismo: unos totalitarios que se creen con derecho de decirnos a los demás qué debemos leer, qué debemos hacer y, sobre todo, qué debemos pensar.
Les confieso que la mayor parte de esto no lo vi venir: la censura a obras que se limitan a reflejar la realidad de su tiempo, la supresión de palabras, que los negritos de Agatha Christie acaben convertidos en diez afrobritánicos, las críticas al Prado porque ofrece una visión muy nosequé de la mujer… Cualquier día le reprocharán a Bach que su música es la de un hombre cisgénero, blanco y hetero. Y no, no voy a comprobar en Google si ya lo han hecho porque no quiero llevarme un disgusto.
Me surgen todas estas reflexiones tan sombrías al leer la noticia, por otro lado también esperanzadora, de que los jóvenes están creando clubes de lectura en Estados Unidos para leer libros censurados. Como si en lugar de en el paraíso de la libertad de expresión y en la era de internet viviesen en una dictadura de mediados del siglo XX. Terrorífico.
Miren, yo no soy de esos gafapasta que van por ahí llorando subvenciones porque "la cultura es esencial para la vida" de todo el mundo, por suerte o por desgracia basta con salir a la calle o encender la televisión para darnos cuenta de que no lo es. Sin embargo, sí creo que la cultura –en todas sus variantes, desde la gastronomía a esa maravillosa invención intelectual que son los derechos humanos– es una parte muy importante de lo que nos hace únicos como especie, de lo que nos separa de la selva.
Precisamente por eso la quieren destruir, que es de lo que va toda esta oleada de wokismo y salvajismo, de fanatismo totalitario. Si hace treinta, veinte o diez años me hubiesen dicho que los jóvenes tienen que reunirse en clubes casi clandestinos para leer libros, que Matar a un ruiseñor iba a ser prohibida en colegios de EEUU, que alguien tendría los cojones de cambiar palabras en novelas de Roald Dahl… me habría reído. Pero está pasando, van a por todas y, si les dejamos, esta izquierda liberticida nos va a dejar la cabeza que El florido pensil va a dejar de ser una obra más o menos histórica para convertirse en premonitoria. No lo consintamos, lo que está en juego no son los libros, es la civilización.

