
Vivan las elecciones y las campañas electorales, sencillamente, porque traen un poco de vida a una nación moribunda. No seamos pueblerinos nihilistas. No simulemos aburrimiento. También esta campaña electoral tiene muchos matices. No nos achiquemos por sus gritos y prestemos atención a sus protagonistas. No huyamos y encarémosla con sosiego. Sé que la cosa es difícil, pero intentémoslo. Riamonos un poco de nosotros mismos y reconozcamos nuestra falta de criterio para prever los resultados del 28 de mayo. Hagamos de la ironía, sin duda alguna arbitraria y subjetiva, un recurso conceptual contra la soberbia de los tipos serios y criminales que nos venden humo a precio de oro. Las encuestas están para criticarlas. No hagamos de ellas un instrumento de campaña en favor de nuestros intereses y preferencias. Demos puerta a todas, naturalmente, empezando por las que controla el Gobierno. Y hagamos virtud de la insoportable, a veces, campaña electoral.
Sí, todas las campañas electorales son tan inciertas, efímeras e irrepetibles como las faenas taurinas. Sólo por eso merece la pena seguirlas con un poco de resignación. Es lo que hay, como diría el castizo. No creamos demasiado en los dicterios y anatemas de unos contra otros y tampoco en las promesas de los candidatos. No son gentes de fiar. Ellos van a lo suyo. Primero trabajan para conservar su puesto de trabajo y, luego, hacen como si les interesase la creación de bienes públicos. Tomemos con ironía los sarcasmos y promesas de unos y otros. Una campaña electoral sólo debe servirnos para aprender a convivir. No pidamos nada más a la sal de la democracia. Seamos compasivos con los adversarios y demos un poco de cancha a la imaginación para soportar tanta palabrería. Seamos piadosos con los despiadados déspotas que tienen el poder.
Y, sin embargo, reconozcamos que el resultado más terrible del día 28 de mayo es previsible: Sánchez seguirá el 29 de mayo en La Moncloa, incluso dirá que ha ganado. Persistirá en sus mentiras y no dejará de prometer el oro y el moro hasta el mismo día de las próximas elecciones. Conllevemos la cosa con naturalidad. Perseveremos en la crítica, porque al lado de esa tragedia quizá surjan datos incontestables para marcar un cambio de tendencia política. Nadie descarte que Ayuso gane por mayoría absoluta en Madrid y que el sanchismo caiga en todas partes. Si esto fuera verdad, sólo tendría una explicación: los ciudadanos habrían aprendido a valorar el realismo de la presidenta de la Comunidad de Madrid a la par que despreciaría la ocultación de la realidad del presidente del Gobierno. En cualquier caso, la campaña electoral, como un paso más del ritual democrático, sólo tendría un único sentido: nos estaría enseñando a convivir. No es poco.
La democracia, incluida la campaña electoral, es sólo un procedimiento para no matarnos y, a veces, dulcifica el carácter resentido de la mayoría de los españoles. Porque no nos engañemos la generosidad con el adversario, incluso con el enemigo político, no es algo que abunden en nuestro país. Es nuestro principal defecto: el resentimiento. Nos condujo, como bien vio Unamuno en el último texto que escribió en su vida, a una guerra civil y, cuando creíamos que las heridas de esa tragedia estaban cerradas, vinieron Zapatero y Sánchez para reabrirlas. Eso es lo peor de la reciente historia de la democracia. ¿Qué hacer para encarar ese resentimiento? Ejercer la ironía, frente a sí mismo y frente a los demás, y reconocer que no tenemos recetas absolutas ni verdades totales. O sea todo lo contrario de una campaña electoral, aunque ésta ha dejado claro una cosa: los 44 terroristas que presenta Bildu en sus listas electorales, han hecho el mejor slogan de esta campaña: "¡Sánchez, que te vote Chapote!
