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El hombre que mató a los dioses

Por más que se diga, Djokovic ha sido siempre el más humano de los tres. El más perfectamente imperfecto. Y quizá también por eso el más odiado.

Por más que se diga, Djokovic ha sido siempre el más humano de los tres. El más perfectamente imperfecto. Y quizá también por eso el más odiado.
Novak Djokovic. | EFE

Sucedió al inicio del tercer set. En ese momento preciso en el que el filo de la navaja comenzaba a aguzarse bajo los pies de los dos mejores tenistas del momento, las piernas del aspirante dijeron basta. Fue la tensión, explicó Alcaraz al terminar el partido. Se había acumulado tanta después de dos días de espera, se había concentrado tantísima después de dos sets apabullantes, que lo normal era que su cuerpo de príncipe adolescente se desplomase. Por primera vez en décadas, un miembro ajeno al Big 4 —he ahí el mérito de Murray— se presentaba contra una de las tres mejores raquetas de la historia en un Grand Slam siendo favorito. A mí no me gustaría experimentarlo, pero sí me gustaría preguntarle a Carlos cuánto pesa una mirada. Posiblemente él me diría que, más que los focos, lo que le paralizó fue la opresión a la que te expone el destino. Es decir, la carga de una herencia gigante que sólo perciben quienes se han ganado el derecho a enfrentarse a ella. Y el hecho de saber, desde el preciso momento en que se nota por primera vez, que nadie en el mundo puede llegar a asegurar que algún día aprenderá a soportarla.

Existen excepciones, claro. Existen los dioses. Porque sólo alguien ajeno al tiempo habría podido jugar como Federer a mediados de los dosmil. Sólo una inteligencia anterior habría sido capaz de desplazarse con semejante desenvoltura, de desplegar movimientos inalcanzables desde el centro de la pista como si el centro de la pista fuese el centro mismo del universo. Por aquellos años, Federer era el motor inmóvil del que nacían todas las causas del tenis. Él era la causa incausada. Una armonía musical y matemática. Por eso lo ganaba absolutamente todo sin esfuerzo, como si en lugar de cerrar un partido estuviera revelando una verdad, hasta el punto de que, al terminar, sus rivales no podían más que desplomarse de rodillas para darle las gracias. Hubo una época en la que jugar contra el suizo no era un suplicio, sino el mayor privilegio del mundo. Nadie en el planeta iba a ver desde más cerca cómo mostraba su tenis el tenis mismo. Así que perder era simplemente el precio de la experiencia.

Pero pensemos. A una fuerza de la naturaleza a la que sólo se la puede contemplar hipnotizado mientras te barre del mapa únicamente podía detenerla otra, eso es evidente. Así que tenía que aparecer Nadal. Lo que pasa es que Nadal, más que un dios, era un titán. Nadal era un torbellino pese a sí mismo. Uno de esos tornados que van arrollándolo todo, desperdigando casas, bolas, árboles y esperanzas por ahí, porque no pueden hacer otra cosa. Vencer o morir, ese es su sino. Y, después de todo, morir venciendo. El español era un rugido de la tierra capaz de engullirse a sí mismo, pero, precisamente por eso, incapaz de doblegarse y caer. Una tormenta perfecta en mitad del océano.

Ahora sigamos pensando. Pensemos, por ejemplo, en cómo debía sentirse Djokovic en aquellos años en los que lo máximo a lo que podía aspirar era a llegar a una semifinal en la que caer derrotado contra alguno de estos dos cabronazos.

Porque, por más que se diga, Djokovic ha sido siempre el más humano de los tres. El más perfectamente imperfecto. Y quizá también por eso el más odiado. Djokovic es un héroe venido del Este. Pero, igual que los héroes clásicos, su moral no es de este mundo. Para elevarse por encima de las adversidades y colocarse a la altura de los dos monstruos que colmaban sus pesadillas debía superarse a sí mismo. Es decir, debía superar su humanidad. Adquirir cualidades que los otros dos traían de serie y pagar el precio requerido por ello. A lo largo de las temporadas han ido crecido las comparaciones que le confunden con un robot, con una máquina, pero eso es sólo porque pocos están dispuestos a aceptar que uno debe matarse a sí mismo si quiere protegerse de la muerte.

Y, sin embargo, tampoco hace falta fijarse demasiado para percibir que debajo de su juego perfecto y mecánico, detrás de los engranajes que articulan su eficacia de sicario albanokosovar, todavía puede atisbarse un corazón que late, que peca y que sufre. Debajo de su palmarés inalcanzable y de los récords que sepultan su verdad hay un hombre, un simple hombre, sosteniéndolo todo. Por eso, ante un veinteañero con calambres, saca los puños y se anima gritando. Por eso respira profundamente y cierra como puede los oídos ante los bufidos del público. Porque hace tiempo aprendió que la determinación se le puede escapar en cualquier momento, y con ella el partido, pero se ha perfeccionado lo suficiente como para no permitirse soltarla. No le importa que le increpen por no ser como las dos divinidades a las que hace tanto se atrevió a retar. Para vencer a sus dioses, él aceptó convertirse en diablo. Y al menos, después de hoy, la humanidad se ha quedado sin números que permitan sugerir que no los ha superado.

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