
Con Adolfo Suárez, probablemente el gobernante más eficaz y humilde que hayamos conocido, no nos dio tiempo a dudar. Lo que hizo aquel equipo, con sus defectos, es lo mejor que haya vivido España en los dos últimos siglos y, por si fuera poco, tuvo como consecuencia un incremento del bienestar de toda la población. La democracia, falsa o no, que devino mejoró la vida de las generaciones desde 1976 continuando el progreso económico que logró Franco, que de una España en ruinas forjó una potencia europea.
El desencanto vino después. No es algo nuevo en una España que ya vivió una primera etapa de desencanto tras los 100 años de honradez, los 40 de vacaciones que señaló el malvado Ramón Tamames, el ganador de la moción de censura, y los 13 de corrupción socialista abrumadora. Vino Aznar y lo primero fue patear el culo de Alejo Vidal Quadras aclarándonos a todos que primero era el poder y luego los principios. Lo de Zapatero no es que nos desencantara sino que nos asqueó, por su forma de llegar al gobierno, Rubalcaba de por medio y su mala fe, y por su hoja de ruta felona destrozando la soberanía nacional y la vergüenza moral.
Con Rajoy llegó la nada. Con más poder que nadie tuvo jamás en la democracia española, no cambió nada, no reformó nada, no mejoró más que la economía de los de siempre y entregó España, por la cara, que tuvo alternativa, a un insensato que nos ha conducido a un infierno moral mentira tras mentira.
¿Qué puede serse hoy más que un escéptico en materia de política? El servicio público, que no es otra cosa que servicio al público, se ha convertido desde hace décadas en un ejercicio de mala voluntad. Si la buena voluntad era para Kant lo único que podía llamarse bueno en el mundo, la mala es lo único que sabemos es mala de verdad. Mentir, hacer lo contrario de lo que se dijo, servir a intereses privados a cambio de dinero, presente o futuro, situar a los ciudadanos en el último culo de la realidad, no tener ni puta idea de casi nada, no disponer de la grandeza de un proyecto para la convivencia de la nación…
Ya lo dijo el gran reaccionario Nicolás Gómez Dávila. "Yo no estoy a la derecha de la izquierda. Estoy enfrente". Para la izquierda obtusa que nos gobierna, en los partidos marxistas e incluso en los de la derecha, ser un reaccionario es ser alguien que se opone a lo que llaman revolución, que, además de sufrimientos indecibles, no tienen ni idea de dónde conduce. Véase la URSS. O China. Pero no. Ser reaccionario significa que aún hay alma interior, que se reacciona ante la maldad, ante el engaño, ante la estupidez, ante la ignorancia altiva, ante la vanidad más miserable.
El colombiano retrató a los políticos que hoy aspiran a suceder en el gobierno a Pedro Sánchez: hacer lo mínimo y hacerlo muy lentamente. De ese modo, el diabólico equipo que ha regido España en estos años conseguirá dejar sus cambios estampados como un tatuaje en la piel nacional, desde la memoria histórica a la ley del sí es sí, desde la eutanasia a la ley de educación, desde el blanqueo de ETA (cuya brocha también empuñaron Rajoy y Jorge Fernández) a soportar los golpes de estado vasco-catalanes del pasado y el futuro.
Por eso, me declaro políticamente escéptico. No puedo soportar que haya quienes hagan ascos a mencionar siquiera a Vox cuando han tragado cualquier pacto del PSOE con Bildu, ahora en fase de encalado de sepulcros. Pero, señoras y señores ¿qué perversas acciones y pensamientos se atribuyen a Vox que impide pactar con ellos a quienes pactaron con Pujol, con Urkullu e incluso con el PSOE enloquecido que nos gobierna? Todo esto está perjudicando a un Santiago Abascal que aleja su foco de lo real y se está metiendo, y no se da cuenta, en el camino de Ciudadanos, y de otros partidos que quisieron ser pero se suicidaron. Un poquito de por favor a todos, un algo de respeto para este buen vasallo que quisiera un buen señor.
No recuerdo la frase exacta de Gómez Dávila, pero venía a decir que en este tiempo en el que las medianías organizadas profanan todos los templos, los de la verdad, los del saber, los del decir, los de enseñar, los de creer, los de contar, lo más razonable que podemos hacer es no entrar en ellos y salvar así su recuerdo de pureza y dignidad.
¿Quiere decir todo lo anterior que no votaré? Para nada. Lo haré porque, aunque me cueste creerlo, hay unas cosas que son peores que otras. Pero lo haré con el sano escepticismo de quien ya sabe que la política nunca ha dado ni dará la felicidad ni el bien a nadie, que son cosas de uno mismo. ¿Hay alguien de estos personajes aspirantes que nos haya detallado qué van a hacer tras el 23 de julio, con qué fechas, con qué ritmo y con qué métodos? ¿No? Pues eso.
