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Los límites del humor

Las buenas bromas son buenas porque no hay maldad en sus segundas. Simplemente, ayudan a descargar de gravedad lo incomprensible.

Las buenas bromas son buenas porque no hay maldad en sus segundas. Simplemente, ayudan a descargar de gravedad lo incomprensible.
Un submarino de OceanGate. | Europa Press

Una cosa que aprendí de niño es a no juzgar los caprichos de nadie, sobre todo si no te los puedes permitir. Al fin y al cabo, tampoco sabes si alguna vez llegarás a hacerlo. Ocurrió que yo todavía estaba en esa edad en la que las chicas deben darte asco por inercia, casi más por obligación social que por mandato de la biología, y yo nunca he sido tan valiente como para llevarle la contraria a los sociólogos. Con mis amigos, en el parque, disfrutaba de la edad jugando al fútbol y me reía de esas cosas por las que se ríen los niños; cosas que pueden ser tan serias como lo que ellos mismos están llamados a ser en dos veranos. Así que allí me vi, de la noche a la mañana, experimentando la primera de las innumerables incoherencias que me han acompañado desde entonces: mofándome junto al resto del más adelantado del grupo mientras lloraba en mis adentros, por supuesto, pues el muy cerdo se me había adelantado y se había declarado antes que nadie al bellezón de los columpios.

Lo bueno del humor es que permite sobrellevar esos momentos sin demasiado dramatismo, así que otra cosa que aprendí ese día es que reírse de las desgracias puede no solucionarlas, pero muy cabrón tienes que ser para llegar a empeorarlas. Yo lo sé porque las empeoré, de hecho. Y el bofetón que me pegó mi amigo cuando escuchó mis carcajadas al ver cómo le rechazaban todavía me lo recuerda.

Es curioso. Desde hace un tiempo se viene debatiendo acerca de los límites del humor y yo los límites siempre los he encontrado en mi propia carcajada. El problema está en saber dónde termina la del resto, y eso es bastante complicado. La gente tiende a reprimir la risa por motivos diversísimos, pero casi nunca suele tener ganas de explicarlos. Así que muchas veces no me ha quedado otra que provocar situaciones bastante incómodas. Cuando murió mi madre, por ejemplo, recuerdo discutir en el grupo hasta cuándo iba a durar la bula que me mantenía a salvo de los vaciles generales y que sólo se me ocurriese responder, con intachable lógica, por otro lado, que hasta que muriese la siguiente. Pocas veces he gozado de tanto margen para medir el sentido del humor de mis amigos. Y yo ese día descubrí con cuáles podré desahogarme a bromas hasta después de muertos, en el trayecto que nos lleve hacia el infierno.

Con el tiempo, he llegado a la conclusión de que mis límites en el humor quiero que estén en mi capacidad para reírme de mí mismo. Si existe alguna circunstancia por la que no me vacilaría ni siquiera a mí, entonces tampoco tengo cancha para vacilar a nadie. Es bien sencillo. Y esta semana, sin ir más lejos, he podido ponerlo a prueba. Lo primero que hice al enterarme de que había cinco millonarios encerrados en un ataúd a cuatro mil metros de profundidad en el océano fue tratar de reprimir mi claustrofobia. Lo segundo fue meterme en Twitter, por aquello de descubrir algunos chistes capaces de hacerme reír incluso delante de la peor de las muertes posibles. Reconozco que he encontrado muchos —eso creo—, y ninguno de ellos destilaba rencor de clase.

Cuando ocurren cosas como estas, noticias devastadoras en las que nadie tiene nada útil que aportar abriendo la boca, el camino del humor se angosta. Si algo descubrí el día aquel de los columpios es que el desprecio es cristalino aunque lo camufles con sonrisas. Y es bastante despreciable. En los momentos delicados, las buenas bromas son buenas porque no hay maldad en sus segundas. Simplemente, ayudan a descargar de gravedad lo incomprensible. En mi opinión, mofarse de un ahogado por tener más dinero que tú te define igual que hacerlo por que no lo tenga. No importa si encontró la muerte dentro del Titan o de una patera.

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