Menú
Luis Herrero Goldáraz

Perseguir tu colectivo

Nosotros, los hijos de puta, somos una minoría silenciosa, uno de esos grupos estigmatizados que parecen condenados a vivir eternamente entre las sombras.

Nosotros, los hijos de puta, somos una minoría silenciosa, uno de esos grupos estigmatizados que parecen condenados a vivir eternamente entre las sombras.
Archivo

El otro día me metieron en el club de los hijos de puta. Aunque, para ser honesto, lo hicieron más de rebote que de manera directa. Yo estaba como siempre, perdiendo el tiempo en Twitter, cuando sin querer leí el insulto. "Todos los conductores sois unos hijos de puta", había escrito un hombre, o una mujer, todavía no lo tengo claro. Y el algoritmo demostró la suficiente mala baba como para obligarme a darme por aludido. Como es natural, me revolví: "Sepa usted que yo soy ciertamente un conductor —escribí, acalorado, como siempre que exagero mi curriculum—, pero tampoco considero que eso signifique que mi madre…". "Su madre será una santa, pero usted es un hijo de puta", me contestó otro, de inmediato. Y junto a ese otro, tantos más. Y luego otros. Así que así, sin más historias, me vi introducido en un colectivo de los que no tienen comparación. Lo que no sé muy bien ahora es qué he de hacer.

Los primeros días se me hicieron complicados porque, hasta dónde pude averiguar, no existe en España ninguna asociación que vele por nuestros derechos. No hay tampoco centros de reuniones, cafés ruinosos o páginas de Facebook que nos ayuden a ponernos en contacto para intercambiar impresiones o pautas a seguir. Nosotros, los hijos de puta, somos una minoría silenciosa, uno de esos grupos estigmatizados que parecen condenados a vivir eternamente entre las sombras del temor y la vergüenza. Nadie hay que se preocupe por nuestros intereses porque más que un colectivo somos un cajón de sastre. Y en realidad, si lo asumimos seriamente, no conformamos más que las sobras rancias que otras mayorías más ruidosas han querido desdeñar.

Hablándolo el otro día con el mejor y mayor hijo de puta que atesoro entre mi lista de amistades, llegamos a esa tierna paradoja: la insondable soledad de nuestra condición; la tristísima amargura que acompaña a todos los que compartimos la etiqueta; la condena estrepitosa que remarca nuestra individualidad al tiempo que nos colectiviza, pues nos aparta del resto de la sociedad mientras nos dice que conformamos un grupo indudablemente despreciable. La cosa es complicada porque ese grupo es además inencontrable. Entre los hijos de puta, me temo, se han fraguado caminos tan dispares que ahora mismo es imposible un reencuentro numeroso fuera del armario. Los que nos reconocemos abiertamente somos demasiado pocos, estamos demasiado solos y carecemos de demasiada fuerza.

Como es lógico, con esa falta de organización nuestra cantera está completamente desolada. Los mejores y más notorios hijos de puta prefieren hacer bandera de otras tribus y las jóvenes promesas sólo tienen oídos para clubes con más futuro. Tampoco es algo que les podamos reprochar. Y, si lo miramos fríamente, puede que hasta sea inevitable. En la única reunión que conseguí montar, los dos hijos de puta que se presentaron me hicieron abrir los ojos definitivamente. Él, un chico regordete y con barbita, hijo de puta, al parecer, por haber dicho que la violencia de género es un concepto jurídico que admite debate; y ella, una chica flaquita y nerviosa, hija de puta, al parecer, por sostener que le preocupan los ataques que percibe hacia los LGTB; me explicaron que en realidad sentían su hijoputez como una identidad bastante secundaria. Y que, aun sin haberlo meditado demasiado, lo que les pedía el cuerpo era militar en ese grupo por el que habían sido despreciados. Después cambiaron de tercio y se pusieron a discutir sobre política, llamándose machista y feminazi el uno al otro, pero mucho más no pude oír porque me marché bastante triste de inmediato. La cosa que me tiene mustio es que me complica la vida tener que encontrar ahora al condenado colectivo de conductores. No digamos ya ponerme a luchar por él. Y además me da algo así como reparo que me puedan hacer un examen para entrar. Al fin y al cabo conducir, lo que se dice conducir, tampoco es algo que practique con frecuencia.

Temas

En España

    0
    comentarios