
Ya seas descendiente de inmigrantes argelinos, ya seas descendiente de San Luis, es cierto que si, en Francia, como en muchos otros lugares del mundo, circulas sin carnet de conducir a gran velocidad por un carril bus corres el riesgo de ser detenido y encañonado por la policía. No es menos cierto que si, en esas circunstancias, y por el hecho de tener ya numerosos antecedentes penales, decides pisar el acelerador, haciendo caso omiso y pudiendo atropellar a los policías que, a través de la ventana de tu vehículo, te estaban interrogando a punta de pistola, corres en tu fuga el riesgo de recibir un disparo. Y, finalmente, no es menos cierto que si te arriesgas a ser disparado corres el riesgo de acabar muerto, tal y como fatalmente le sucedio a Nahel, un joven delincuente de 17 años de origen argelino al que un agente disparó el pasado martes en un control policial en Nanterre.
Estos, sin embargo, son los hechos que, desde entonces, los islamistas franceses han utilizado como excusa para desatar una ola de extrema violencia en todo el país, en la que han resultado heridos más de 600 policías y bomberos, en la que ha resultado atacadas más de 60 comisarías y gendarmerías, centenares de edificios públicos, como alcaldías, bibliotecas y escuelas, y que ha causado miles de incendios en la calle y destrozos y saqueos en centenares de comercios, supermercados y sucursales bancarias.
Mucho se puede y se debe denunciar la violencia de estos islamistas que, lejos de considerarse a sí mismos franceses, odian los valores de pluralismo político y religioso y de separación de poderes del país que les acoge a ellos o a sus antepasados; mucho se puede y se debe combatir ese liberticida y violento integrismo religioso que presenta a la "civilización francesa" y, en general, occidental, como una civilización de mentira y pecado, una civilización de ateísmo y herejía, al tiempo que disfrutan de la sanidad y las ayudas que les brinda su odiada república francesa. Ahora bien: no son menos cómplices de esta situación la mayor parte de la izquierda política y mediática —muchos de cuyos representantes carecen de ascendencia inmigrante alguna— , que, lejos de denunciar el fanatismo y la barbarie islamista, la ocultan y edulcoran como protesta contra un Estado francés al que acusan de racismo policial y de mantener en la pobreza a los ciudadanos musulmanes de origen inmigrante, a los que, por lo visto, además de procurarles sanidad, educación y ayudas sociales, les debería garantizar un empleo bien remunerado. Eso, por no hablar de una extrema izquierda que siempre ha respaldado la violencia como arma revolucionaria y que se suma a la que perpetran los islamistas en nombre de la yihad.
Lo que es evidente es que la tolerancia hacia los intolerantes, la confusión entre mestizaje y multiculturalismo y la equiparación entre el encomiable derecho a la diversidad con la nada deseable diversidad de derechos en función del origen cultural han convertido a la inmigración de procedencia islámica en un auténtico caballo de Troya para unas sociedades abiertas, plurales y mestizas en la que ni puede ni debe imperar la sharía sino una ley civil, común e igual para todos sin discriminación por sexo, orientación sexual, religión o raza. De combatir ese caballo de Troya no sólo depende la supervivencia de Francia sino de toda Europa.
