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Federico Jiménez Losantos

Francia entierra dos mitos: el "multiculturalismo" y las "élites globalistas"

Macron encarna la falta de autoridad, de recursos y de estrategia. No hay quien represente el centrismo blandiblú, de millonario progre, como él.

Macron encarna la falta de autoridad, de recursos y de estrategia. No hay quien represente el centrismo blandiblú, de millonario progre, como él.
Dos manifestantes con bengalas negras protestan en París. | Europa Press

La extrema izquierda norteamericana y europea, sobre todo francesa, creó el "multiculturalismo" como estadio superior del mestizaje, cuando era y es exactamente lo contrario. El mestizaje, propio de la civilización española, supone la mezcla de razas y culturas en ciudadanos que aprovechan todas las fuentes culturales. El multiculturalismo crea guetos por raza, religión, sexo u opiniones políticas, niega el concepto de ciudadanía e instala en su lugar una especie de derecho ancestral y previo a la civilización, que estaría por encima de la propiedad individual y los derechos civiles, sustituidos por derechos tribales, de clase social, de género o de opinión política.

La excusa del multiculturalismo era que permite la coexistencia de razas y culturas y garantiza su relación no violenta. En los EEUU era una forma de "apartheid" en favor de negros e hispanos y contra blancos y asiáticos, que ha sido ilegalizado por el Tribunal Supremo. Aunque volver a la igualdad ante la ley llevará mucho tiempo, porque la inquisición multiculturalista en los centros académicos está sólidamente anclada. Sin embargo, tanto en los USA como en Europa, sobre todo en Francia, el fracaso de la idea y de la política multicultural es evidente: nunca ha habido más violencia racial, religiosa y política, obra de grupos a los que se subvenciona su diferencia.

El sopor de la Nación produce monstruos

Goya puso como pie de uno de sus mejores grabados "El sueño de la razón produce monstruos". Y a la vista de lo que pasa en Francia, está claro que el sopor inducido de la idea de nación como base de la comunidad política ha producido el monstruo multicéfalo de quienes no respetan a la Nación ni a ese "patriotismo constitucional" con el que algunos quisieron sustituirla. La nación como sujeto político y base del Estado no puede deslegitimarse sin que se hunda el edificio legal que garantiza las libertades individuales.

Por eso los liberales, a diferencia de los libertarios, alegre versión universitaria del liberalismo propia de gente que vive sin temor a que la maten o la roben, defendemos la necesidad del Estado, limitado pero fuerte, en el que el monopolio de la violencia, al servicio de la Ley, garantice la propiedad y la paz civil. En Francia, como en toda la parte de España que dominan los separatistas, no hay Estado; y la nación como reunión de todos los ciudadanos está perseguida, en especial su argamasa esencial, histórica y por encima de las clases sociales: la enseñanza en la lengua común. Pero cuando aquí se persigue el español y en Francia, queman las escuelas, asistimos a la misma rebelión contra el Estado para imponer en el vacío que deja la ley del más fuerte, de la horda sobre el individuo. Los separatistas periféricos aquí y los separatistas internos allí, buscan imponer su credo sin limitaciones. Aquí, odian la igualdad de los españoles ante la Ley; allí, el lugar donde chicos y chicas se educan como iguales, sin seguir el Corán.

Cuando la sociedad civil se eclipsa bajo la religión, la libertad desaparece. Si las sociedades de origen cristiano han acabado creando democracias liberales es porque la dignidad sagrada del individuo, hecho "a imagen y semejanza de Dios", se completa con el "dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César", la separación de Iglesia y Estado. El camino recorrido por Occidente se valora más al compararlo con el de los países islámicos, que han sido -y son- más o menos tolerantes, pero como una concesión del poder político-religioso, no como derechos individuales.

En Francia, está en jaque, o, mejor, en retroceso, esa civilidad que allí suelen identificar, de manera sectaria, con la República, un régimen que nace del Terror y no lo olvida como fuente de legitimidad, a diferencia de la democracia norteamericana o las monarquías parlamentarias europeas. Que tampoco fueron fáciles de imponer frente a una visión sacral de la vida y el Poder, la del Antiguo Régimen, y nuestras guerras carlistas lo prueban.

Pero todo ese trabajoso y sutil edificio se viene abajo cuando la raíz del Estado, la legitimidad de la violencia, es atacada y la división interna de la comunidad política le impide de hecho defenderse. Eso pasa en Francia, un Estado que reúne tantas singularidades en su actual composición social que, por comodidad intelectual, suele zanjarse condenando la inmigración ilegal y la importación de mano de obra extranjera por las élites globalistas.

La burocracia europea y las "élites globalistas"

Nada más fácil de creer que la conspiración de un minúsculo grupo de personas poderosas que maquinan cómo dominar y arruinar a una buena gente acostumbrada a un modo de vida reconocido y respetable. Esa sería la conjura de las "élites globalistas" cuyo perfecto representante es Macron. Que existe un poderoso movimiento neocomunista que con el cambio climático como escudo está destruyendo la agricultura y la ganadería desde la burocracia de Bruselas y con la Agenda 2030 como catecismo es cierto. Que esas élites controlen o dirijan el proceso de inmigración generalizada y la feudalización de los estados nacionales europeos es, en cambio, falso. Como todos los colectivismos, el empuje inicial tiene efectos indeseados. Y el primero es el de la pérdida del poder para controlar ese proceso social. Si alguien encarna perfectamente la falta de autoridad, de recursos y de una estrategia ante la doble rebelión, comunista e islamista, ese es Macron. No hay quien represente el centrismo blandiblú, de millonario progre, como él. Y por eso mismo nada demuestra que lo que se teorizó como globalización está produciendo justo el efecto contrario: la feudalización de la sociedad.

Es preciso, por tanto, un mínimo de coherencia intelectual. No se puede decir que las naciones como Francia están siendo invadidas por la avalancha de ilegales, mano de obra barata que arrebata su trabajo a los franceses. cuando hace tiempo que los franceses rechazan esos trabajos. Si pasa en Andalucía y Extremadura, cómo no va a pasar en Marsella y París.

Pero la monstruosa legiferación de Bruselas contra el sector primario de los países de la UE es fruto de la estafa intelectual del clima y de algo nada intelectual: la corrupción de la política por la mafia de las renovables. Es un pequeño sector que vive del pelotazo recalificador de los políticos y que se legitima por la publicidad de lo ecosostenible y lo megarenovable. Sin embargo, lo que produce no es una sociedad dura pero eficiente, como la industrial frente al alarmismo ludita, sino ineficiente como la esclavista. Se trata de una burbuja financiera que no obedece a criterios económicos sino políticos, de imagen y de manipulación de masas, no siempre forzada. Y hay que combatirla como lo que es: una estrategia de señoritos rojos que buscan que se les perdone su fortuna fingiéndose amigos del planeta. El de los simios, porque a lo que aboca el ecologismo rojo es al decrecimiento económico, o sea, al empobrecimiento, que también empobrece a los ricos.

Los ricos que promueven el decrecimiento económico

Los aspectos ideológicos y totalitarios de la Agenda 2030, sobre la que llevo escribiendo aquí desde hace años, nos vienen ocultando lo que tiene de improvisado y de ruinoso, como toda ingeniería social. Ni Macron, ni Bildeberg, ni Bill Gates, ni siquiera Xi Jinping controlan la mutación de Europa en Eurabia, proceso que en Francia lleva siete décadas. Lo mismo sucede en España. No hay élites globalistas sino un hampa del pelotazo que no promueve la globalización, sino la fragmentación de los estados nacionales, y no en favor de un Nuevo Orden Mundial sino de un desorden que arruina a los mismos que fingen que lo controlan y no controlan nada. Francia es la prueba. No existe una gran conspiración contra Occidente. Lo que hay es una abdicación de los principios que hicieron de Occidente el faro del progreso y la libertad en todo el mundo. A eso debemos volver o sobre eso debemos pensar. La masonería vegana no tiene media torta. La recuperación de la moral del trabajo y el esfuerzo es bastante más difícil.

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