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Pablo Planas

"El minuto universal de Waterloo"

La amnistía para los encausados independentistas pasados, presentes (y futuros, que no se olvide) ya tiene letra y pista de aterrizaje.

La amnistía para los encausados independentistas pasados, presentes (y futuros, que no se olvide) ya tiene letra y pista de aterrizaje.
Libertad Digital

La amnistía para los separatistas catalanes está en el horno. Que los contribuyentes de toda España no tengan que pagar daños y perjuicios a los embargados del procés con el ínclito Artur Mas a la cabeza (e incluso a los Pujol) ya será todo un logro. El viento sopla a favor de los golpistas, de los indultados que proclaman sin empacho que lo volverán a hacer. Este lunes, Iván Redondo publicaba un artículo en La Vanguardia que pretendía ser el sentir general de la "generación de la democracia", un alegato a favor de la impunidad bajo el título "Por qué la amnistía sí". El que fuera asesor áulico de Pedro Sánchez sostiene con razón que "la amnistía es técnicamente el único mecanismo capaz de resolver todas las consecuencias penales, contables, administrativas presentes y futuras, derivadas de cualquier proceso porque afecta a los hechos" y añade que para su aprobación tan sólo se requiere una ley orgánica aprobada por una mayoría absoluta "que aquí y ahora existe en el Congreso".

Según la tesis de Redondo, "acordar una amnistía democrática, por lo tanto, no requiere un debate constitucional categórico, sino el reconocimiento de un conflicto político y de un principio rector: que el Congreso hable con todo el Congreso". Y a mayor abundamiento, el exdirector del Gabinete de la Presidencia del Gobierno entre 2018 y 2021 proclama que "solo una democracia fuerte y un presidente valiente pudieron promover los indultos, que es el perdón individual; solo una democracia poderosa y un Congreso audaz pueden impulsar una amnistía que es el olvido total. Si el Congreso habla con todo el Congreso y decide, nuestra democracia lejos de extenuarse será aún mucho más fuerte".

De modo que la canción del verano de la amnistía para los encausados independentistas pasados, presentes (y futuros, que no se olvide) ya tiene letra y pista de aterrizaje. Lo único que tiene que hacer el prófugo Carles Puigdemont para regresar a España en loor de multitud es prestar los votos de sus siete diputados en Madrid para investir a Pedro Sánchez. Simplemente eso. Garantizar la presidencia del líder socialista que ha perdido las elecciones.

Nada que no encaje en su forma de actuar, igual que cuando pisoteó la democracia parlamentaria en Cataluña promulgando unas leyes de desconexión en las que se arrogaba el nombramiento de los jueces de la república en un alarde de totalitarismo despiadado, tras años de aplastamiento de los derechos de más de la mitad de la ciudadanía de Cataluña, cuyos votos valen mucho menos que los nacionalistas en virtud de una la ley electoral española que ningún partido separatista ha pedido cambiar. Y eso que no hay Comunidad Autónoma que se precie que no tenga una ley particular (autonómica) para las elecciones regionales. ¿Una persona, un voto? No en España y menos aún en las provincias catalanas. Y sobre esos cimientos se erigió y consolidó el omnímodo poder nacionalista forjado por Pujol, esa delirante obra de ingeniería social con elementos de un autoritarismo incomparable con el franquismo.

He ahí la "inmersión lingüística", la discriminación de los castellanohablantes, la grosera manipulación de la historia hasta el punto de convertir la Guerra de Sucesión en una guerra entre Cataluña y España, la creación de la nación catalana, de los países catalanes, de un pasado ficticio en el que Cataluña era un país independiente. En la que, además, se vulneraban y vulneran los más elementales derechos de la población desafecta al régimen nacionalista. Un auténtico "apartheid" cuya más reciente expresión es llamar "colonos" a los ciudadanos no independentistas y por significativa extensión a los que no se catalanizaron el nombre o presentan apellidos españoles, como si los catalanes no fueran tan españoles como los vascos o los murcianos.

Si Puigdemont no acepta el trato es que tendrán razón quienes aducen que está como una auténtica chota, entre ellos muchos de los que le ungieron como títere de la vieja Convergencia puesto a dedo por Artur Mas para dar gusto al pijerío separatista, los niños y niñas de la CUP. Pero mira por donde, ese periodista de Gerona prófugo de la pastelería familiar, ese personaje al que otro periodista gerundense, Albert Soler, en un alarde de disidencia sobre el terreno, llama "El Vivales"; ese hombre insignificante hasta anteayer, una especie de encarnación del landismo de 'Girona', es quien tiene el destino de España en sus manos.

El caso remite directamente a un capítulo del libro de Stefan Zweig Momentos estelares de la humanidad. Hasta puede que Puigdemont lo tenga en su librería de estilo nórdico en la "Casa de la República". Más si cabe porque ese capítulo lleva por título El minuto universal de Waterloo. Narra la derrota de Napoleón por culpa de un subordinado, el mariscal Grouchy. Resumiendo mucho: Napoleón había ordenado a Grouchy que hiciera una envolvente sobre el enemigo y el militar trompetero se ciñó a las órdenes a pesar de que durante un minuto eterno cupo la posibilidad de que contraviniendo al emperador una parte de la tropa de Grouchy diera media vuelta y salvara Francia. Zweig describe así uno de los segundos de ese minuto: "Durante un segundo Grouchy reflexiona. Y ese segundo configura su propio destino, el de Napoleón y el del mundo entero. Ese segundo en la casa de labor de Walhaim determina todo el siglo XIX e, inmortal, pende de los labios de un hombre honrado pero mediocre. Ese segundo, impotente, está en unas manos que nerviosas arrugan entre los dedos la funesta orden del emperador. Si Grouchy, confiando en sí mismo y en la evidente señal, fuera capaz de reunir el valor necesario para atreverse a desobedecer la orden del emperador, Francia estaría salvada. Pero el subalterno siempre obedece lo que está escrito, jamás la llamada del destino". La traducción es de Berta Vias Mahou para la editorial Acantilado.

Puigdemont está procesado por desobediencia, delito que en España está castigado con una pena máxima de "inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de uno a tres años". Cierto que tras desaparecer la sedición también se le acusa de malversación agravada, castigada de cara a la galería con hasta 12 años de cárcel. El dilema de Puigdemont es a quién desobedecer ahora. ¿Quién es el emperador? ¿Los empresarios catalanes y "lo que está escrito" o los "activistas" que durante años cortaban la avenida Meridiana de Barcelona cada día, la "llamada del destino" de la independencia? A ello añádase que Puigdemont seguramente no se identifica con Grouchy sino con Napoleón. El paisaje hace lo suyo.

Lo que está claro es que tiene la amnistía a su alcance. Y pase lo que pase, el independentismo catalán jamás renunciará a la autodeterminación. La amnistía para ellos es el chocolate del loro, aunque la oferta es demasiado atractiva como para rechazarla. Pero hablamos de Puigdemont: el tipo que proclamó una república y el hombre que la suspendió tras ocho segundos.

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