
Nuestro agudo analista Pepe García Domínguez acaba de asentar una verdad poco discutible a ojos de cualquiera que todavía piense razonablemente en esta España cada día más desbaratada: Puigdemont no está loco. Estoy de acuerdo. Puede estar enfermo de otros males, tal vez peores, pero sabe perfectamente lo que quiere y cómo conseguirlo.
Los "nanonacionalismos" españoles, todos ellos, están perfectamente de salud estratégica y táctica y comprenden perfectamente que quien ha enloquecido es el patriotismo del resto de España. Con sólo millón y medio de votos en conjunto pastorean sobre nosotros, los otros, 20 millones de votantes, gracias a la felonía de un Pedro Sánchez, su PSOE irreformable y el comunismo extra-marxista delirante.
Lo del manicomio nacional no es original de mi coleto, que procede del libro del miope Niceto Alcalá Zamora, Asalto a la República, publicado demasiado tarde (2011). En sus páginas, el que fuera presidente del gran desgarro político español, describió cómo aumentaban "los peligros que aquí preparan los locos de cada acera del manicomio nacional." Que España se está convirtiendo en una loquería no puede negarlo ningún psiquiatra político que se precie. Tanto por la acera derecha, estuporosamente catatónica, como por la hiperactiva y antinacional acera izquierda.
Fíjense que, cuando escribo este día 15 de agosto, queda un día para que el prófugo de la justicia y golpista condenado Puigdemont se imponga, o ceda, o contemporice, en esta subasta sectaria y bajuna en que se ha convertido la elección de la presidenta o presidente del Congreso, órgano de la soberanía nacional. Que el fugitivo de Waterloo y su "totalitarismo despiadado" vaya a tener su "minuto universal", como dice mi admirado Pablo Planas, no puede ser el comportamiento mentalmente sano de una nación.
Que este ofuscado enemigo de la España constitucional, en compañía de otros tantos, tenga en sus manos el destino de lo que fue una gran nación, y bien que podría serlo de nuevo si sanara de sus desvaríos, se debe a la irrealidad indecorosa de un social-comunismo deschavetado que, con tal de seguir gobernando como sea, se ha puesto en manos de quienes quieren una España rota. Si después de descuartizada es roja, verde, blanca o azul, les importa un carajo. Tras la fractura, ellos tendrán sus feudos o taifas medievales y sus dictaduras, que jamás democracias.
Pero hay más síntomas. Tomen nota de lo que puede llegar a decirse en este estado de enajenación mental. Que alguien nacida en Triana, Sevilla, ministra de Hacienda y Función Pública y vicesecretaria general del PSOE, haya podido afirmar sin envenenarse (2020) que a todos los partidos que apoyan y van a seguir apoyando al gobierno Frankenstein les une "el amor por España", es de psicoanalista. Que ese acto infallido descarado y cínico no haya sido tenido en cuenta por el respetable en las elecciones del pasado día 23 de julio es un signo de la insania que nos asola.
Todavía me asombra que un presidente que afirmó disponer de un Comité de Expertos, que nunca existió, para el combate contra una pandemia asesina de miles de españoles, no dimitiera de forma fulminante al descubrirse la infamia. Pero hemos tenido otra ración de desparpajo insolente y cínico con el paseo de Pedro Sánchez por un Marruecos cómplice y naturalmente acogedor, sobre todo de los secretos telefónicos de medio gobierno. No sólo no se sabe nada sobre qué informaciones nutrieron los servicios de inteligencia del reino alauita sino que nadie denuncia en serio por qué un presidente del gobierno cambia la política exterior en el Sahara sin consultar con quien se debe. Otro síntoma del derrumbamiento mental de una nación.
Hay un himalaya de indicios que sugieren que vivimos, sí, en un manicomio nacional. Desde blanquear a los asesinos de demócratas a negar la tortura de los precios o, entre otros cientos, a estar a tres minutos de escuchar traducido por un pinganillo lo que digan diputados españoles en Las Cortes. Pero jamás de los jamases se nos hubiera ocurrido lo que a un ministro del Interior, que fue antes juez. Va y le da el arrebato impune de condecorar a una exdirectora de la Guardia Civil que fue obligada a dimitir por un mayúsculo escándalo político-económico-familiar, con marido imputado y patrimonio irregularmente expandido.
Cruz de Plata a personal no perteneciente a la Guardia Civil es lo que le ha sido concedida a quien, además de lo suyo, fue cómplice de la destitución ilegal del coronel Pérez de los Cobos. Según el alucinado Marlaska, ha sido la mejor directora de la Guardia Civil desde la fundación del Cuerpo. Lo siguiente, digo yo tras Isabel Díaz Ayuso, será honrar – él dirá deshonrar—, a Puigdemont, el árbitro inesperado de la legislatura, con el Collar, gran Cruz y placa de Isabel la Católica.
Mientras, los genoveses, aún con paralísis sobrevenida tras su chifladura de campaña, nos quieren gobernar y hay quien les sigue, les sigue, la corriente En Vox, los únicos que tienen acceso a tan preciada y humana posibilidad de expresión, niegan que pase algo a pesar de las bajas y las sombras. No hay camisas de fuerza para manicomio tan poblado.
