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Luis Herrero Goldáraz

Reinterpretando España: se busca traductor

Yo les daría el sueldo de nuestros políticos a nuestros intérpretes y dejaría que fueran ellos los que nos traduzcan y se entiendan.

Yo les daría el sueldo de nuestros políticos a nuestros intérpretes y dejaría que fueran ellos los que nos traduzcan y se entiendan.
Joan Tardá charla con diputados del PNV | EFE

Mientras algunos ven la fragmentación lingüística en el Congreso como la consumación de un divorcio impuesto por los cuñados más pesados de la sala, otros lo vemos como una oportunidad. Al fin y al cabo, tampoco nadie iba hasta ahora al Parlamento para escuchar y que le escuchen, así que algo podríamos sacar. Lo máximo que puede pasar es que los mensajes anodinos, previsibles y falsamente vehementes que todos los políticos están acostumbrados a fingir, mensajes escritos de antemano, irremediablemente condenados a no surtir ningún efecto, ecos envolventes destinados a perderse en las profundidades de la indignación ciudadana, lleguen por fin a los oídos de nuestros representantes pasando antes un filtro quién sabe si hasta fresco y seductor. Un lavado de cara improvisado que quizá lime rencores y derribe trincheras. O haga estallar la guerra, pero sin maldad. En cualquier caso, el cambio de paradigma poco tendrá que ver con la diversidad dialéctica y mucho con la intención del traductor.

La situación recuerda un poco a lo que relataba Javier Marías en Corazón tan blanco cuando hablaba de que las mayores tensiones que se producen en los foros internacionales no son las discusiones feroces entre altos dignatarios, sino cuando por algún motivo falta el intérprete. "Es curioso que en el fondo todos los asamblearios se fíen más de lo que escuchan por los auriculares (...) que de lo que oyen (lo mismo, pero más trabado) directamente a quien habla, aunque entiendan perfectamente la lengua en que éste se está dirigiendo a ellos. Es curioso porque en realidad nadie puede saber que lo que el traductor traduce desde la cabina aislada sea correcto ni verdadero, y no hace falta decir que en muchísimas ocasiones no es lo uno ni lo otro, sea por desconocimiento, pereza, distracción, mala idea o resaca del intérprete que está interpretando".

En la novela, Juan conoce a Luisa cuando esta tiene que vigilar su labor traductora en una reunión privada entre un alto cargo español y una alto cargo inglesa y él, aburrido por la charla intrascendente, comienza a inventarse las respuestas para animar un poco la conversación. De aquella escena el lector puede sacar infinidad de reflexiones. Por ejemplo, que pocas formas hay más eficaces para no entenderse que hablar supuestamente el mismo idioma. O que pocos remedios para la incomprensión superan el de un buen intermediario. A veces es necesario que alguien rastree las intenciones escondidas tras las palabras ambiguas, los lugares comunes, los silencios y los titubeos, que también de eso hay en los discursos políticos, y se atreva a revelar la verdad que ocultan o a mentir de forma todavía más descarada, pero sin falsedad.

Yo les daría el sueldo de nuestros políticos a nuestros intérpretes y dejaría que fueran ellos los que nos traduzcan y se entiendan, al estilo del anuncio aquel de Coca-Cola en el que un hijo consigue reconciliar a sus padres a base de tergiversar los mensajes que se iban transmitiendo entre la cocina y el salón. Con el tiempo, me temo, esos mismos traductores harían las veces de políticos y habría que encontrarles unos nuevos sustitutos que los tradujeran otra vez. Pero no me parece una mala forma de pasar la vida. Salvar la democracia de cuando en cuando a base de cambiar de idioma. Mentir a quien nos miente desde el púlpito, para entendernos de verdad.

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