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Luis Herrero Goldáraz

El mal de Larra

Lo verdaderamente sádico en todo este asunto es que mediocres como Sánchez tengan el poder de arrastrarnos a los demás con ellos.

Lo verdaderamente sádico en todo este asunto es que mediocres como Sánchez tengan el poder de arrastrarnos a los demás con ellos.
El presidente del Gobierno en funciones y diputado socialista, Pedro Sánchez (i), conversa con los diputados socialistas Patxi López (c) y Francina Armengol (d) durante la votación de la mesa en el Congreso de los Diputados en Madrid. EFE/Chema Moya | EFE

Dicen que a Larra lo suicidó España, pero es que Larra era un romántico. Yo, que soy bastante más prosaico, considero que pocas cosas hay más absurdas que morir de desamor —eso que te asalta cuando pasa de ti la que te gusta, o la patria, que en algunos casos es lo mismo—, así que conociendo mi propensión al ridículo no descarto terminar de la misma forma. Si me ocurriese, mis familiares, que en esto espero que acudan al mito de Larra igual que acudiría yo si les pasase a ellos, podrían decir aquello de que los extremos se tocan. Al fin y al cabo, es verdad que no es igual morir rebasado por un sentimiento tan poco recomendable como la desesperación que hacerlo de apatía. Pero es que morir, lo que es morir, suele ser lo mismo para todos.

Existe una equivocación que asocia el grado de compromiso a un ideal que una persona es capaz de mantener con el grado de indignación violenta que le provoca que ese ideal sea violado. Si tuerce el gesto viendo las noticias y cambia de canal al tercer lamento, es un ciudadano medianamente comprometido; si grita en las sobremesas y amenaza al yerno con expulsarle de la familia en plena cena navideña, está tal vez demasiado politizado; si lo deja todo para fundar un partido con el que regenerar el mundo, es casi un mártir; y si no lo aguanta más y se pega un tiro, se convierte en Larra, que en esto del sufrimiento amoroso, patriótico y liberal es algo así como el Madrid en Champions. Yo, por el contrario, pienso que hace falta creer muchísimo en una idea para que su evidente imposibilidad pueda apagarte igual que se apagan las velas. No hacen el mismo estrépito que las bombas cuando se les acaba la mecha, pero simbolizan el mismo tristísimo fracaso.

La cosa se entiende mejor si en vez de hablar de política hablamos de amor. Por eso produce tanta amargura el grito de un padre que ha perdido a su hijo, se me ocurre, como el silencio incomprensible de sus cuencas si, de tanta desolación, terminasen por parecer vacías. Se trata de una imagen poderosa que además ayuda a colocar las cosas en su sitio. Yo puedo entender cualquier locura por desesperación, y casi todas las tonterías. Sin embargo, quizá la mayor de ellas sea desesperarse por una idea. Es algo que hace falta revisar constantemente para darse cuenta de hasta qué punto uno puede perder salud en cosas que, a la larga, no dependen de sí mismo. Por mi parte, ya he dicho que nada me parece más absurdo que morir de desamor. Ni más estúpido que hacerlo, además, por culpa de gañanes del estilo de Pedro Sánchez. Lo verdaderamente sádico en este asunto es que mediocres como él tengan el poder, precisamente, de arrastrarnos a los demás con ellos.

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