
Para hablar de terrorismo, tal vez tengamos que hablar primero de terror. ¿No lo sienten acaso todos los participantes de una guerra? ¿No es el acicate que se esconde detrás de todo odio, de toda acción violenta, de ese revanchismo que se enquista y de buena parte de la incomprensión que puebla el mundo y que mueve al ser humano hasta a matar? Yo siempre he estado tentado a pensar que sí. De alguna forma intuyo que más allá de la razón se esconde siempre una pasión; y que la pasión oscura más profunda es el miedo, precisamente, que acaba haciendo imposible razonar. Por eso, no me resulta difícil catalogar como terrorista a quien reconoce que su baza principal consiste en valerse del terror.
Viendo las imágenes que han circulado estos días por las redes, he pensado que hasta a la hora de morir existen lujos. Considero uno de ellos el tener el tiempo suficiente para asimilar la desesperación, un mínimo de calma para abrazar la paz, un entorno pacífico donde poder tratar de poner en orden aquello que la nada desordena y una última oportunidad de trascender. Las guerras suelen quitarte todo eso. Y los terroristas buscan arrebatártelo para vencer a base de infundir temor. A mí, pocas cosas me parecen más absurdas e injustas que las muertes repentinas. Pero, de ellas, ninguna me genera más angustia que aquellas que se alargan en el tiempo cruelmente, sin dejar tampoco espacio para la intimidad. Pienso en la tortura que debe ser percibir la muerte aproximándose a través de hordas de asesinos sin rostro, en el ruido que lo cubre todo por detrás, en la parálisis que genera el desconcierto de saberse indefenso y en el ataque de pavor que te arrebata una última oportunidad de lucidez. Supongo que es lo que mejor define la esencia del terror.
Un terrorista se distingue por perseguir precisamente eso. Es alguien que conoce a la perfección sus armas y que sabe que parte del éxito de su causa descansa en su capacidad para convencer al enemigo de que no tiene escapatoria, porque no va a ser tratado con un mínimo de piedad. Por eso un terrorista no suele estar interesado en fingir que se acoge a las normas internacionales que tratan de poner cordura incluso en escenarios tan irracionales como las guerras. Su labor es parecer inexorable, así que atenta indiscriminadamente contra los débiles y los indefensos y publicita sus acciones con enorme énfasis, para que se asiente el mensaje de su implacabilidad.
Hace unos días, hordas de asesinos yihadistas que reivindican la consolidación de un Estado islámico en Palestina y que no esconden su intención de borrar del mapa todo rastro judío se colaron en Israel para masacrar, violar y secuestrar a cientos de civiles indefensos y aterrorizados. Mientras lo hacían, grababan todo con sus móviles al grito de "Allahu Akbar". Eran fundamentalistas religiosos que ansían extender su fe, exterminando en el proceso a todo aquel que no conciba el mundo igual que ellos. La suya no fue una operación llevada a cabo por un ejército contra otro que se saldó con víctimas colaterales. Todas las víctimas que se cobraron eran su objetivo. Tampoco fue la acción defensiva de un pueblo oprimido que sólo quiere reivindicar su derecho a un territorio en el que asentarse en paz. Fue un atentado masivo protagonizado por Hamás, una organización radical e intransigente que busca la propagación del terror, por más que algunos quieran vestir a la mona de seda llamándoles "milicianos" y tildando lo que hicieron de lamentable "operación militar".
