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Pedro de España, el Inequívoco

Nada importa mientras se asuma el mandato inequívoco de ese pueblo que sólo Sánchez, chamán supremo, es capaz de traducir: que España siga siendo Pedro.

Nada importa mientras se asuma el mandato inequívoco de ese pueblo que sólo Sánchez, chamán supremo, es capaz de traducir: que España siga siendo Pedro.
El rey Felipe VI (i), junto al presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez (d), tras la jura de la Constitución de Leonor de Borbón. | EFE

Se me hace difícil precisar, al fin y al cabo nunca estuve allí, cómo debían ser los rituales de algunas tribus antes de escoger al joven sano y fuerte al que iban a sacrificar para contentar a sus dioses. Sí tengo un poco de imaginación, así que no me cuesta recrearlo allí, entre tam-tams ruidosos, hogueras crepitantes y hedores opiáceos, teniendo que escuchar a algún chamán defender muy convencido que la cosa estaba clara, que el mandato de los espíritus había sido inequívoco y que lo único que faltaba para garantizar las buenas cosechas del año siguiente era clavarle un puñal de sílex en el pecho y sacarle el corazón aún palpitante. "Maldita la gracia", me imagino siempre contestando al chaval, "como después resulte que el mandato sea equívoco". Hoy podemos asegurar que la cosa ha evolucionado en dos sentidos. Desde el punto de vista civilizatorio, hay que agradecer la ausencia de sangre con la que nos deleitan nuestras élites. Desde un plano más mundano, quizá debamos plantearnos en qué momento dejaron de hablar en nombre de Dios y comenzaron a hacerlo en el de las víctimas del sacrificio.

Porque la cosa tiene su miga. Yo me pregunto si a aquellos chamanes les llegaría a pasar lo que a nuestros líderes contemporáneos y si, a fuerza de actuar de intermediarios divinos, terminarían por confundirse con sus dioses. Me pregunto si existe algún síndrome clínico que pudiese diagnosticárseles y si, de existir, ese síndrome pudiese ser el mismo que padece hoy Pedro Sánchez, este presidente nuestro que tan pronto justifica sus caprichos en nombre de España y de los españoles como se arranca a pedir la paz mundial —equidistante y salomónica, en plan Miss Universo—, en el de Occidente en su conjunto.

Supongo que es el riesgo que se corre cuando se es representante público. Uno empieza asumiendo el mantra de que en su escaño descansa la voluntad del pueblo y termina creyendo que es el pueblo quien lo representa a él. A veces tan fielmente que no hace falta ni preguntarle si le entiende. Para Pedro, toda España se expresa por su boca porque en el fondo España es él, que para eso es español y presidente. Los días de elecciones, los votantes en las urnas no hacen otra cosa que elegir la versión de Pedro que más sutilmente les convence. Y así, quien votó a Junts votó a Sánchez, está claro. Y quien votó a ERC también. Y al PNV. Y a Bildu. Y a Sumar. Hasta los de Vox votaron a Pedro, sólo que todavía no lo saben. Lo único que falta es que quienes dirigen el partido se den cuenta y ofrezcan de una vez sus votos para que pueda gobernar sin mucho lío, que es lo que con más fervor desea España, es decir, Pedro, en este tiempo de zozobra y de progreso.

Todo está escrito, a fin de cuentas. Para Pedro, las negociaciones previas a la investidura son las negociaciones típicas que toda persona sufre a diario entre las contradictorias voces que habitan dentro de su cabeza. Pero como en el fondo España es él, indivisible, tampoco importa que alguna de sus partes vea sus privilegios blindados en detrimento de las otras. No importa que las instituciones del Estado hayan sido tomadas paulatinamente por los tentáculos de un partido que fue el primero en identificarse con él profundamente. No importa la arbitrariedad con la que saque adelante leyes elitistas que lo que dicen, en el fondo, es que los independentistas sediciosos tenían razón y que España no es una democracia legítima. Leyes antiigualitarias que después el Tribunal Constitucional validará, no importa cómo. No importa que la Fiscalía —"¿de quién depende?"— no mueva un dedo. No importa que los ciudadanos vayan perdiendo seguridad jurídica hasta el punto de saberse secuestrados por los dirigentes de los grupos parlamentarios más minoritarios y rupturistas del Parlamento. Nada importa mientras se asuma el mandato inequívoco de ese pueblo que sólo Sánchez, chamán supremo, es capaz de traducir. A saber: que España siga siendo Pedro, aunque el precio sea sacarle el corazón a nuestro Estado de derecho.

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