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Pablo Planas

Sánchez, en la trampa de los tóxicos Junqueras y Puigdemont

No sería la primera vez que las hostilidades entre Oriol Junqueras y Carles Puigdemont provocan un estropicio monumental para sus propios intereses.

No sería la primera vez que las hostilidades entre Oriol Junqueras y Carles Puigdemont provocan un estropicio monumental para sus propios intereses.
Carles Puigdemont y Oriol Junqueras. | EFE

Aún cabe una posibilidad, si bien remota, de que se repitan las elecciones generales. La brutal pelea entre ERC y Junts per Catalunya (JxCat) lleva las negociaciones para la investidura de Pedro Sánchez a un callejón sin salida. No sería la primera vez que las manifiestas hostilidades entre Oriol Junqueras y Carles Puigdemont provocan un estropicio monumental para sus propios intereses. En 2017, el Gobierno de Rajoy ofreció al independentismo una salida decorosa. Se trataba de convocar elecciones autonómicas y asunto resuelto. Un "aquí no ha pasado nada" después de un referéndum ilegal y un golpe de Estado en toda regla que los partidos separatistas despreciaron por una discusión sobre quién los tenía más grandes y mejor puestos. Fueron aquellas 155 monedas de plata que Rufián echó en cara a Puigdemont. El entonces presidente de la Generalidad decidió en ese momento echarse al monte y forzar una proclamación de independencia parlamentaria que acabó con Junqueras en la cárcel y con él en el limbo belga. Una de esas típicas "jugadas maestras" del separatismo que puso de moda el nefasto Artur Mas.

El momento actual es casi idéntico. La pelea por colgarse la medalla de la amnistía puede acabar de la misma manera, con el independentismo roto. Más una nueva llamada a las urnas. Sánchez ha pecado de bisoño. El "killer" acostumbrado a remontar las situaciones más complicadas se ha metido en una negociación a dos bandas que amenaza gravemente su supervivencia política. ERC se apresuró la semana pasada a vender un acuerdo con el PSOE con una amnistía "sin excepciones", la condonación de quince mil millones de deuda y el traspaso de la Renfe y las instalaciones de Adif en Cataluña. La escenificación de ese pacto con Bolaños y el indultado Junqueras al frente de la manifestación soliviantó hasta tal punto a Carles Puigdemont y su tropa que la foto con Santos Cerdán quedó en agua de borrajas. Puigdemont no podía permitir que su odiado enemigo se le adelantara en el acuerdo con el PSOE y de ahí el descarrilamiento de unas negociaciones que hasta ese momento iban a velocidad de crucero.

El prófugo subió la apuesta. Si Sánchez quiere ser investido debe amnistiar no sólo a los implicados en las asonadas separatistas sino a procesados por blanqueo de dinero del narcotráfico, como su abogado Gonzalo Boye, y a la presidenta de su partido, Laura Borràs, condenada por corrupción. Y ERC se opone a que la amnistía abrace a corruptos y a quienes han perpetrado delitos que nada tienen que ver con el llamado "procés". Es una misión imposible para los "juristas" que tratan de encajar la amnistía en el ordenamiento legal. Y el tiempo juega en contra del pacto. El PSOE se sume en un desgaste galopante. A cada hora que pasa se complica el acuerdo y queda al descubierto el engranaje de la operación.

El independentismo corre el riesgo de perder el tren de la amnistía, pero Puigdemont acaricia al gato en su guarida de Waterloo mientras contempla complacido las cargas policiales contra quienes se manifiestan frente a las sedes del PSOE. Disfruta de la crispación en España aún a riesgo de vagar por Europa como un paria unos cuantos años más. Mientras tanto, la ventana de oportunidad de Sánchez se diluye. Para salir bien, la amnistía debía ser un hachazo rápido y contundente, una maniobra veloz que condenara cualquier reacción al fracaso. Se trataba de aplicar la técnica de los hechos consumados de un día para otro, no esta cocción a fuego lento provocada por las desavenencias insalvables entre dos personajes tan tóxicos como Junqueras y Puigdemont.

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