Una de las materias más interesantes que estudié en mi carrera fue la lógica borrosa, o difusa, que estudia las proposiciones no en términos de verdadero o falso, sino como un porcentaje de verdad. Esto nos permite estudiar matemáticamente formas de pensamiento mucho más cercanas a la vida real, en que rara vez algo es blanco o negro, luz o sombra, orden o caos; democracia o dictadura.
Hay una razón por qué el discutido y discutible ranking de democracias del Economist otorga a cada país una puntuación del 0 al 10 con una precisión de dos decimales y luego establece amplias categorías, como si de un boletín de notas se tratara, entre quienes sacan más de un ocho y sacan sobresaliente en la materia y quienes suspenden por debajo del cuatro. No existe democracia perfecta, ni dictadura perfecta. Incluso los regímenes más totalitarios no podían ni pueden impedir pequeños ámbitos de libertad; las mejores democracias siempre tienen imperfecciones. Eso permite a los demagogos clamar que su país es una dictadura poniendo una lupa sobre sus imperfecciones y obviando sus aciertos. Pero también ocultar la deriva dictatorial de una democracia, que no es siempre cosa de un día y unos disparos.
Santiago Abascal comparó en la tribuna del Congreso de los Diputados la amnistía con Hitler y la ley habilitante que le permitió convertir la democrática república de Weimar en la dictadura nazi. Pero quizá un ejemplo mejor sería la transición de Venezuela de la democracia a la dictadura del socialismo del siglo XXI de Chávez y Maduro. Porque no se puede señalar con el dedo un momento determinado y concluir que fue ahí donde el país dejó de ser una democracia. Fue un laminado progresivo de la separación de poderes y una concentración también progresiva de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial en una misma persona. No hubo un último día de democracia. Simplemente, el porcentaje de verdad que encerraba la proposición "Venezuela es una dictadura" fue creciendo poco a poco, día a día. Con algunos saltos cualitativos, sí, pero progresivamente.
Ese es el camino que está recorriendo España desde que Pedro Sánchez llegó al poder. Fue primero colonizando aquellas parcelas del poder ejecutivo que no están directamente bajo el control del presidente del Gobierno y que siempre han tenido cierta independencia, del CIS de Tezanos al INE de Manzanera. También ha avanzado en la colonización del poder judicial, con la Fiscalía y el Tribunal de Cuentas como punta de lanza y la mayoría absoluta en un Tribunal Constitucional cuyo presidente, Cándido Conde-Pumpido, llegó a reconocer en su época de fiscal general que su toga debía mancharse con el polvo del camino, es decir, que debía dar la espalda a la ley para obtener el resultado deseado por el PSOE en cada momento.
Pedro Sánchez no habría tomado sin necesidad el paso de otorgar la amnistía a los golpistas catalanes porque es demasiado drástico y visible. Convierte a España en un país donde si tienes suficientes votos en el Congreso tus delitos no sólo son perdonados, sino que ni siquiera existen; un país donde no existe separación de poderes. Además, las comisiones del lawfare permitirán a los delincuentes juzgar a los jueces que cometieron la osadía de hacer cumplir la ley no sólo con los implicados en el golpe, sino con los independentistas en general, como la condenada Laura Borrás o el imputado por blanqueo de dinero del narcotráfico Gonzalo Boye. Es un salto que deja demasiado claro el camino por el que circulamos.
Durante estos cinco años de lenta erosión de la democracia liberal no ha habido protestas en la calle porque Sánchez y el PSOE han ejecutado a la perfección la llamada "táctica del salami". Han destruido poco a poco los contrapesos al poder, de modo que la oposición no podía clamar que nos habíamos convertido en una dictadura en ningún momento determinado, pese a que todos menos los más sectarios hubiera estado de acuerdo si todos esos cambios los hubieran hecho a la vez. Pero el pacto con Junts es demasiado descarado y diferencial como para impedir que la gente se diera cuenta. Se han pronunciado en su contra no sólo despachos y colegios oficiales de abogados, sino todas las asociaciones de fiscales, incluyendo la de izquierdas, y todas las asociaciones de jueces, incluyendo la de izquierdas. Ha provocado manifestaciones que no se habían visto desde que el pueblo español reaccionó al golpe de estado en Cataluña que ahora se quiere amnistiar. Para garantizarse la investidura, Sánchez ha tenido que cortar demasiado salami de una vez, y la calle se ha acabado por dar cuenta del truco.
¿Significa eso que somos una dictadura y que el pacto con Junts es un golpe de estado? Pues es una proposición que se plantea en términos de verdadero y falso cuando la realidad es más borrosa y difusa. La democracia no es un interruptor, es un dial. Pero cuando se cumplan todos los puntos del pacto la concentración de poderes en una sola persona habremos alcanzado el punto en que España será más dictadura que democracia, por mucho que sigamos votando. Pero, al contrario que Venezuela, nosotros sí tendremos un punto de inflexión que nos permitirá indicar cuándo se jodió España. Y recordaremos esta investidura como un golpe de estado, todo lo posmoderno que quieran, pero golpe de estado. Y a todos y cada uno de quienes contribuyeron a él, con Pedro Sánchez a la cabeza, como golpistas.