Hay ocasiones en las que, por diferentes vías y con distintos tipos de actuaciones, la política económica se comporta de una forma destructiva al dificultar una eficiente asignación de recursos. En esos casos, las señales que perciben los operadores en los mercados, tanto de factores como de productos, son confusas y llevan a trabajadores, empresarios y financieros hacia una senda corrosiva que acaba cercenando las bases mismas del progreso. La secuencia de la película de Los hermanos Marx en el oeste en la que éstos, para perseguir a un coche de caballos, ponen en marcha un tren que ha agotado su carga de carbón, quemando madera, puede tomarse como una metáfora de ese tipo de situaciones. Recordemos que, al grito de "¡traed madera!", reiterado por Groucho, sus hermanos van llevando partes del tren para quemarlas en la locomotora hasta que ésta, a gran velocidad, alcanza su objetivo, aunque, al final, todo en tren ha sido arrasado y ya no queda casi nada de él.
¡Más madera!, así conocemos los españoles la secuencia que acabo de describir, es en efecto el tipo de política económica que practicó, por ejemplo, Carlos Solchaga cuando, a mediados de 1989, España se incorporó al Sistema Monetario Europeo. El entonces ministro de Economía consideró que un tipo de cambio sobrevaluado disciplinaría a las empresas españolas para ajustar su competitividad y, así, poder tratarse de igual a igual con las principales firmas de los países comunitarios ricos. Pero lo que ocurrió no es eso, sino todo lo contrario: las importaciones desde esos países resultaron favorecidas y las exportaciones españolas perjudicadas, con lo que las empresas españolas perdieron un buen trozo de su mercado interior y carecieron de capacidad para ampliar su actividad en el exterior, destruyéndose de esta manera una buena parte del sistema productivo. Ni que decir tiene que el país se encaminó rápidamente hacia la senda del desequilibrio exterior, expresiva siempre de que estaba viviendo por encima de sus posibilidades; o sea, que vivíamos como ricos no siéndolo, sencillamente porque se financiaba nuestra alegría desde el exterior. Hasta que, cuando el verano de 1992 apuntaba hacia su final, esa burbuja se hizo insostenible y el gobierno, a su pesar, no tuvo más remedio que devaluar la peseta tres veces sucesivas en el plazo de nueve meses. La crisis resultó monumental y en un año se perdió todo el empleo que se había creado desde 1985, pero la devaluación permitió recuperar la senda del crecimiento hasta que llegó la crisis financiera en 2007.
Precisamente en la política que practicaron los gobiernos de Zapatero a partir de esa fecha, desoyendo las señales del crack que se gestaba en Estados Unidos, encontramos otro ejemplo de ¡más madera! En este caso, no fue la política cambiaria —imposible, por otra parte, pues España se encontraba ya bajo la disciplina del euro— la responsable del desaguisado, sino la expansión del gasto público financiada con deuda. Tanto Pedro Solves como Elena Salgado actuaron en esta ocasión bajo la idea de que la crisis era transitoria, que los norteamericanos la arreglarían rápidamente y que, por ello, bastaría con expansionar temporalmente la demanda aumentando el gasto del Estado. El resultado fue desastroso y se reflejó en un fortísimo desequilibrio de las cuentas públicas —aún no subsanado— y del sector exterior —que pudo corregirse a partir de 2012—, y una imponente destrucción de empleo —que superó los 3,77 millones de trabajadores y que empezó a compensarse en 2014 sin que aún se haya logrado del todo—. La salida de la crisis, ya con el gobierno del PP, se sustentó en esta ocasión, además de en una reconversión bancaria que requirió una enorme cantidad de recursos, en una devaluación salarial, propiciada por la reforma del mercado de trabajo, que reflejó el empobrecimiento que, una vez más, había sufrido el país en los años precedentes y que había sido disimulado por la entrada de recursos financieros desde el exterior.
La devaluación salarial, que culminó en 2016, tuvo unos efectos de similar magnitud a los de la devaluación monetaria de 1992-93, aunque resultaron más permanentes que en aquella ocasión. Esto posibilitó que la economía española, restaurada su competitividad exterior, pudiera crecer a una tasa que duplicaba a la de sus socios comerciales, lo que redundó en una importante creación de empleo, cifrada en algo más de tres millones de ocupados. Pero conviene destacar que ese crecimiento no estuvo acompañado más que de un estrecho aumento de la productividad que posibilitó unas pequeñas ganancias salariales a partir de 2017.
Hete aquí que, entrados en esta nueva fase de recuperación económica, los cambios políticos derivados de la fragmentación electoral y del abandono, por parte del PSOE, de su desconfianza hacia los comunistas, estamos ahora en los prolegómenos de una nueva edición de la política de ¡más madera! que, en este caso, se sustenta sobre una política de rentas —con una subida de más del 29 por ciento en el Salario Mínimo desde que gobierna Sánchez—, una política fiscal fuertemente redistributiva —de momento, sólo prometida—, una importante expansión del gasto público, también redistributivo —que hasta ahora supera el 1,7 por ciento del PIB, pero que promete un incremento adicional del 2,4— y la intención de volver a un mercado de trabajo rígido. Hay que apuntar que la ministra Calviño bendice esta orientación de la política económica y que hace esfuerzos para que sea aceptada por la Comisión Europea, con poco éxito de momento; y también que, desde su vicepresidencia no se ha llamado la atención sobre la imperiosa necesidad de aumentar la productividad —una variable ésta que lleva descendiendo los dos últimos años—. Las consecuencias destructivas de lo ya realizado —que es mucho menos de lo prometido— empiezan a hacerse visibles en el conflicto agrario, en el menor aumento del empleo y en la reversión de la trayectoria descendente del paro. No es demasiado todavía, pero si no hay una pronta rectificación volveremos a lo mismo que en los episodios ya conocidos. Al gobierno convendría señalarle que, para España, el camino de la prosperidad pasa sólo por unas ganancias de productividad que puedan sustentar la mejora de la renta de los menos favorecidos, ensanchando así el mercado interior. Pero para esto, el grito de ¡más madera! no sirve.