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Mikel Buesa

¡Traed madera, que es la guerra!

Su simplista idea de que con más dinero en el bolsillo los ciudadanos van a canalizar la prosperidad choca con el problema de la financiación de tales medidas.

Su simplista idea de que con más dinero en el bolsillo los ciudadanos van a canalizar la prosperidad choca con el problema de la financiación de tales medidas.
Nadia Calviño y Yolanda Díaz. | EFE

Nuestro mundo actual, en lo que concierne a la política económica, está dominado por la reprobable influencia de los más arrogantes de los economistas, que no son otros que los macroeconomistas académicos. Éstos, en su afán de simplificar la evaluación de sus alumnos, han generalizado los exámenes tipo test porque son fáciles de corregir, incluso con una plantilla, y así no hay que perder demasiado tiempo en la tediosa tarea de saber si aquellos han asimilado los conocimientos que nos vienen desde Keynes, Kalecky o Hayek, pasando por sus epígonos neokeynesianos o neoliberales hasta nuestros días. Lo malo es que, para entrenar a los estudiantes, los someten a la resolución de unos ejercicios en los que lo que cuenta es saberse las fórmulas y operar con ellas, aunque se carezca de la más mínima noción de su significado. Y así, la economía se convierte en mera mecánica: si toco esta variable, esta otra sube o baja. Lo mismo que los pedales de una bicicleta. Trasladen esto a uno de esos cuadros en los que se presentan los resultados de la Contabilidad Nacional y tendrán un panorama completo del vacío conceptual con el que operan los economistas que se gradúan en nuestras facultades. Para ellos, da lo mismo la producción que la demanda o la distribución de la renta, pues todos sus componentes confluyen en el PIB. Y la lógica económica desaparece, pues en el sistema real no todo es lo mismo: no hay renta sin producción, ni consumo o inversión sin renta; y la economía no crece por el efecto de los cambios en cualquiera de esta variables, como suelen creer los estudiantes, los opositores a técnicos comerciales del estado y, finalmente, las ministras como Calviño que confunden la macroeconomía con el cuadro que trimestralmente publica el INE con sus estimaciones contables. Claro que peor es todavía lo de los progresistas metidos a pensadores de lo económico, como la ministra Yolanda Díaz, que exhibe su confusión identificando el culo con las témporas.

El caso es que el gobierno de España, ese que preside Sánchez y cuenta con veintidós correveidiles, es un buen ejemplo de lo que acabo de señalar, aunque con el matiz de que, tal vez por presumir de izquierdismo, se ha volcado sobre Marx. No crean ustedes que los miembros de ese gobierno se afanan por leer El Capital —y menos aún a Louis Althusser y Étienne Balibar, que escribieron una enjundiosa y aburrida obra con ese título— o al menos la Contribución a la Crítica de la Economía Política, pues lo cierto es que ni siquiera parecen haberse aproximado a El 18 brumario de Luis Bonaparte, donde, por cierto, se expone la idea de que la historia se repite dos veces, una como tragedia y otra como farsa —o sea, lo mismo que los gobiernos sanchistas con la moción de censura, en un caso, y las elecciones veraniegas derivadas hacia la amnistía, en el otro—. No, en ese gobierno abundan los seguidores de Marx, pero no de Karl, sino de Groucho, lo que para tales espíritus diletantes viene a ser lo mismo.

En efecto, el modelo de la política económica que ha estado formulando en sus pactos de investidura tiene más parecido a la famosa secuencia ferroviaria de la película Los hermanos Marx en el Oeste en la que, con la finalidad de dar caza a los malos, subidos en un tren de vapor en cuyo ténder ya no queda carbón, al grito de "¡traed madera, que es la guerra!", Groucho ordena a Chico y Harpo que destruyan los coches de los viajeros para quemar su maderamen en el fogón de la locomotora y así alcanzar su objetivo, aunque a costa de la completa destrucción del convoy. Ese modelo toma como eje fundamental de su orientación el estímulo de la demanda de consumo, privado y público, a través de los subsidios al transporte, la energía y otros elementos menores, así como de la intervención en el mercado de trabajo, aumentando el salario mínimo, reforzando el poder sindical en la negociación de convenios colectivos, encareciendo el despido y expansionando la contratación de nuevos empleados en el sector público. De ese estímulo a la demanda —que significativamente excluye cualquier apoyo generalizado a la inversión empresarial y cualquier incremento apreciable de la inversión en infraestructuras— el gobierno espera un amplio efecto sobre el crecimiento. Su simplista idea de que con más dinero en el bolsillo los ciudadanos van a canalizar la prosperidad, choca, sin embargo, con el problema de la financiación de tales medidas. Ésta se fía a una generalizada subida de los impuestos al no deflactarse las tarifas e incrementarse los tipos en los directos o por medio de la creación de nuevas figuras fiscales, como si tales disposiciones carecieran de efectos negativos tanto sobre el consumo individual, como sobre la inversión y los negocios. Y a todo ello se suma una intención declarada de no abordar el problema del exceso de la deuda pública en circulación, pues se considera que su cuantía con relación al PIB se va a reducir por efecto de la inflación y de la mayor recaudación fiscal.

O sea, el cuento de la lechera, pues el gobierno y sus ministras de Economía y de Hacienda prescinden cualquier consideración acerca de los efectos negativos que pueden provocar sus medidas fiscales y laborales. De hecho, ya se ha visto que el impulso recaudatorio pierde fuelle, que la inversión privada se modera, que el consumo se estanca y que, como resumen de todo ello, la renta disponible ha experimentado un retroceso y la tasa de ahorro va para abajo. Lo que está detrás de esta dinámica no es otra cosa que el pensamiento mecánico que prescinde del sentido en el que se desenvuelve el crecimiento económico, pues éste parte del aumento de la producción para generar nuevas rentas —y capacidad recaudatoria para el Estado— y no al revés.

El lector entenderá, por ello, que con el modelo grouchomarxista que subyace a la política progresista del gobierno sanchista, la economía en vez de ir para adelante, va a ir para atrás, desaprovechando una gran parte de su potencial de crecimiento. A nadie sorprende entonces que España haya sido el último país europeo en recuperarse de la crisis post-covid, que su renta por habitante sea ahora, descontada la inflación, igual a la que había en 2007, que esta misma variable haya retrocedido con respecto a la media europea hasta el nivel que se registró en 1995 y que la productividad del trabajo lleve tres lustros estancada.

¡Más madera! es el grito que nos conduce inevitablemente hacia la catástrofe. Lo mismo que a los hermanos Marx, el tren de nuestra economía se va destruyendo. La industria está ya en crisis y la agricultura no levanta cabeza, con lo que nuestra producción material —que juega un papel fundamental en la incorporación de las innovaciones tecnológicas al sistema productivo— está de capa caída. Hay quien cree que los servicios, por ser el sector de mayor tamaño, nos sacarán del apuro, pero tal apreciación carece de sostén teórico y empírico. El gobierno no está para hacer procesiones rogativas —en este caso, laicas— ni para infundir fe entre los ciudadanos. La economía es una ciencia mucho más seria que todo eso, aún a pesar de los macroeconomistas arrogantes que la han convertido en mecánica, y no estaría mal que alguien se lo recordara a los que ahora asientan sus reales en las poltronas de los ministerios.

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