Menú
Juan Cermeño

Licenciado en chorradas

Hace tiempo que no se dice nada nuevo. Y escudriñar su mensaje enseña mucho más que las obviedades masticadas que otros deducen por nosotros.

Hace tiempo que no se dice nada nuevo. Y escudriñar su mensaje enseña mucho más que las obviedades masticadas que otros deducen por nosotros.
Jordan Peterson | Wikipedia

El pasado octubre, el psicólogo Jordan Peterson llenó hasta la bandera el Wizink Center para hablar de su libro 12 reglas para vivir: un antídoto al caos, donde sienta las bases de lo que debería ser una vida ordenada, ejemplar y buena. Este canadiense lleva unos años aupado al pedestal de la fama como punta de lanza de la autoayuda –qué tiempos aquellos en que la filosofía se dedicaba a lo trascendente y lo político, en lugar de consolarnos si lloramos a lágrima viva en la almohada–, pero no es el único. En esta oscura época, no hay terruño científico, artístico o de humanidades sin su gurú, experto o faro. Así, últimamente me he topado con enfermeras sentando cátedra sobre anestesias, curas y pinchazos; economistas exhortando a ahorrar e invertir; psicólogas recomendando no arrojarnos a los brazos del primer desequilibrado emocional que revolucione nuestras hormonas si nuestro objetivo es formar una familia; culturistas hablando sobre los beneficios del ejercicio o la última frontera: jóvenes –o adultos eternamente jóvenes– divagando sobre sus vidas en podcasts igual que nosotros charlamos con la cuadrilla alrededor de unas birras.

Parece que tanto el sentido común y lo obvio como lo innecesario se han convertido en un valioso contenido por el que estamos dispuestos incluso a pagar. Un amigo me propuso acudir a ver al bueno de Peterson, y acepté. Hasta ver el precio de la entrada, claro. Podíamos escuchar su pontificado por el módico precio de 80 euros. Si a uno se le hacen cuesta arriba algunas homilías dominicales, imaginen el mal trago pagando. Todos los gurús modernos ofrecen su sapiencia a precio de ganga porque ellos son el camino, la verdad y la vida. Y no es casualidad, claro, que toda esta sarta de obviedades pase previa llegada al gran público por el tamiz de nuestro siglo: la imagen. Todo es continente sin contenido. Los jóvenes que imparten dotes de liderazgo y éxito empresarial lo hacen a través de un cuerpo escultural, cincelado para ser escaparate de su mensaje. La enfermera arriba descrita ofrecía un par de buenas razones y un escote de vértigo mientras impartía sus conocimientos anestesistas. Y cuando la edad del ponente aumenta y recurrir al físico resulta una farsa demasiado obvia, la psicóloga o coach emocional de turno refina sus formas y se nos muestra con hablares pausados, voz aterciopelada y aspecto dinámico y ligero, de caminante sobre las aguas de este valle de lágrimas.

Cualquier cosa es útil para atraer a las almas débiles como moscas a la miel. El mensaje se comprime y simplifica para exigir el mínimo esfuerzo al oyente. Y así, a las personas equilibradas racional y emocionalmente, que representan un bien y no una amenaza para nuestra salud mental y capacidad cognitiva las llamamos "vitamina". O se clama, como Peterson en su libro, "poner la casa en orden antes de criticar al mundo" o que "la humildad es la precursora de la sabiduría". Si invierto el orden y digo que la sabiduría es la precursora de la humildad, me quedo más a gusto que Amancio y quizá tenga más razón que el canadiense. Todas estas obviedades, frases hechas y aforismos bien sonantes sin contenido –o contenido de libre interpretación– triunfan por la misma razón que el reggaetón: nuestra debilidad por lo básico y lo simple y la alergia al esfuerzo.

Vivimos la peor epidemia sociológica: somos incapaces de ejercer nuestra vida y necesitamos ser tutelados en cada aspecto de ella. En estos tiempos de imagen y farsa, donde abunda el conocimiento y mengua la inteligencia, elevamos al pedestal de la sabiduría a doctores en obviedades, maestros de las formas y farsantes del contenido a los que no podemos culpar, porque somos precisamente nosotros quienes les hemos aupado a él. Eruditos cuyo único mérito ha sido reciclar lo antiguo, que se había olvidado, y presentarlo como nuevo, cuando no es más que el conocimiento que tendría cualquier estudiante que hubiera abierto los ojos y puesto la antena en clase, o que aprende el niño cuando se lleva un pescozón de sus padres o abuelos enseñándole los cuatro pilares básicos sobre los que sustentar su existencia.

En el último especial televisivo de la serie South Park, cunde el caos en el pueblo cuando sus habitantes se dan cuenta de que no saben hacer ni el más mínimo bricolaje o trabajo manual y tienen que recurrir constantemente a los cuatro gatos que aún dominan los oficios de toda la vida, que viven como reyes a su costa. Ya se había perdido la cultura del oficio en pro de la moqueta, las reuniones de obviedades y la auditoría en lugar de lo productivo, pero me temo que la pérdida también ha llegado al terreno de la inteligencia. Como dicen en South Park —disculpen el exabrupto escatológico–, ya nadie sabe una mierda. Y por eso encumbramos a los licenciados en chorradas. Háganme el favor y recurran al refranero, los clásicos y sus mayores. Hace tiempo que no se dice nada nuevo. Y escudriñar su mensaje enseña mucho más que las obviedades masticadas que otros deducen por nosotros.

En España

    0
    comentarios