Menú
Juan Cermeño

Navidad, fiesta pagana

Pregunté por la emoción de contemplar unas luces que nos dicen que estamos de fiesta, pero no qué se celebra.

Pregunté por la emoción de contemplar unas luces que nos dicen que estamos de fiesta, pero no qué se celebra.
La calle Alcalá, con sólo unas luces en los árboles pero luciendo tan hermosa como siempre | C.Jordá

Sabe cualquier gato o madrileño de adopción que las calles del centro capitalino son territorio vedado desde el primero de diciembre hasta mitad de enero. La autoridad orquesta al rebaño a través de las calles que unen la puerta del Sol con Callao en sentido único de circulación para evitar el colapso del tráfico peatonal; tabernas y mesones cuelgan el no hay billetes y la ciudad se engalana con elegancia insospechada, repleta de trajes, vestidos y lentejuelas chirriantes en otra época del año. Algún despistado intenta cumplir los objetivos de final de año en la cena de empresa y la benemérita hace su agosto en las salidas de las urbes, enviando más efectivos a los controles de alcoholemia que el gobierno a Ferraz. Cortesía suya son las 2 horas de atasco en la A-6 como colofón a las cenas navideñas del pasado fin de semana, no vaya a ser que alguno se quede frío al bajarse del coche.

Época de tradiciones. Algunas, buscadas o indeseadas, permanecen; otras tantas, nacen, crecen e incluso mueren. Hace unos días, una donostiarra comenzaba sus vacaciones en la capital y narraba, los ojos chiribitas, el emocionante espectáculo luminoso madrileño. Confieso que saqué el grinch a pasear y le pregunté por la emoción de contemplar unas luces que nos dicen que estamos de fiesta, pero no qué se celebra. Respondió que en muchos lugares de San Sebastián no había ni luces. Al loro, que no estamos tan mal –Laporta dixit–, pero no hace tanto, las luces traían nacimientos, ángeles y pastores, abetos, estrellas fugaces, Reyes Magos y, en suma, Navidad.

Recuerdo también cómo, cada 25 de diciembre, más y más niños salían al parque con regalos. Se hizo inevitable preguntar en casa por los nuestros. Nos dijeron que no teníamos nada que celebrar con "el gordo de la Coca-Cola". Sucinta y paternal manera de decir que las tradiciones forman parte de lo que somos y que no hay ninguna necesidad de ser quienes no somos. Una necesidad, por cierto, muy española, y es que pasa el tiempo y lo importado gana cada vez más días en el calendario: el Black Friday es ya una semana y va camino del mes, Halloween empezó desde la semana anterior y ya se empieza a atisbar Acción de Gracias en el horizonte. En no mucho, como predijeron Los Simpson, celebraremos el día del amor. Paradójicamente, estas cosas van comiendo terreno a lo nuestro utilizando algo muy español a su vez, que es esa particular debilidad por la fiesta.

Pasan los años y se consolida cierta alergia a pronunciar la palabra que empieza por n. La estadística no entiende de casualidades: todas las fiestas tienen su nombre bien definido en el calendario y esta es la única que admite apodos de todo tipo. Puedo entender la comodidad de englobar todas las festividades bajo un mismo nombre o ignorar que estos días se denominan adviento, pero antes no se abusaba de ese plural difuso para hablar de lo que siempre fue Navidad. En todo caso, las fiestas cristianas se viven de dentro hacia fuera, a diferencia de las paganas. Es la semilla que habita en nosotros lo que hace de la Navidad el nacimiento del hombre nuevo. Ya puede caer una bomba atómica o convertirse España en ese solar sin identidad propia al que apunta que la Navidad permanecerá, a pesar del gordo de la Coca-Cola y la esquizofrenia luminosa de la calle Serrano. Toca callar y sonreír ante los intentos paganos de hacer nuevo lo viejo como hace Patxi López con los periodistas del Congreso que no son de su correa, responder a los mensajes de felices fiestas con un Feliz Navidad en mayúsculas y conservar el ánimo –y no tanto la memoria– de lo que esta Fiesta un día fue.

Temas

En España

    0
    comentarios