
Como todo el mundo debería saber ya a estas alturas, la Constitución de 1978 deja muy clarito en su articulado que los españoles somos desiguales ante la ley, toda vez que la célebre disposición adicional primera facilita que vascos y navarros se escaqueen de contribuir ni con un solo euro a sostener los gastos del Estado. Y ello con la excusa de unos fantasmagóricos derechos forales históricos que se sacó Cánovas de la chistera cuando la Restauración. Aquello se hizo, como también todo el mundo debería saber a estas alturas, para que una parte de los nacionalistas vascos dejasen de matarnos por el procedimiento del tiro en la nuca.
Pero cuando, por fin, pareció que se habían cansado de chapotear en sangre todos los días, por supuesto, siguieron sin aportar ni un céntimo a la hacienda común. Tengamos claro, pues, que no van a pagar nada, nunca. Eso, con la entusiasta bendición de la derecha y de la izquierda españolas, tan foralistas ellas, es lo que hay. Pero, además de lo que hay, está lo que viene. Y lo que viene es lo mismo, pero para Cataluña. En el País Petit tenemos tres tipos de independentistas: los que se emocionan hasta el llanto con las cancioncitas de Lluís Llach, los que además de emocionarse embisten y, por último, los que piensan. Las dos primeras categorías agrupan al 99 '99% de todos ellos. En la tercera está Artur Mas.
Mas, que es un cínico con cabeza, puso en marcha el procés sin creerse nada de nada, pero sabiendo que el sonajero de la liberación nacional iba a servir para desviar la atención popular de aquellos recortes brutales que se estaban llevando por delante a todos los gobiernos de Europa, empezando por el del PSOE en España. Y Mas acaba de decir en La Vanguardia que lo de la independencia vamos a dejarlo de momento, que ahora toca el "pacto fiscal". Porque lo que viene no es la ruptura de España, lo que viene es la ruptura de la columna vertebral del Estado por vía de una sangría financiera en forma de concierto económico catalán. Al tiempo.
