
No tengo modelos democráticos para España ni inspiración ajena para ahondar en el fondo del alma de mis contemporáneos, tampoco estoy dotado del poder adivinatorio que los dioses concedieron a los mejores historiadores y moralistas de nuestro país. No sé, no creo que lo sepa nadie, cuánto durará todavía el esperpento político español. Solo intuyo que Sanchismo y delincuencia catalana conforman un tándem inolvidable. Mortal. El tinglado político montado por el sanchismo, que no es otra cosas que un ejercicio permanente de agitación y propaganda para mantenerse en el poder de forma ilegal e ilegítima, y los delincuentes catalanes, que conforman un conglomerado de sujetos que viven de matar lo que le da vida, España, comienza a explanar todas sus miserias.
Todo lo sucedido en el Congreso de los Diputados para discutir tres decretos-basuras es un engaño, una falsificación, para ocultar lo evidente: no hay Gobierno ni siquiera para amnistiar a los delincuentes catalanes. El sanchismo es una mentira de hojalata. Lo que preside Sánchez no es un gobierno sino una banda dispuesta a dejar a España en la ruina económica, el desastre moral y el cataclismo político. Sí, el régimen democrático en España está a punto de desaparecer. En realidad, creo que desapareció el día que los socialistas decidieron no dejar que se conformarán mayorías decentes y más o menos coherentes con la defensa de la Constitución en general, y de la unidad de España en particular, para formar un Gobierno nacional. La argumentación es sencilla: un gobierno nacional hecho con partidos que luchan por la destrucción de la nación nunca puede ser considerado democrático. Es un gobierno tan ilegal como ilegítimo. Es un gobierno gamberro, por no decir algo peor. El gobierno, que va contra la libertad y la igualdad de los ciudadanos ante la ley, solo puede ser calificado de tiránico. Destructor de la democracia.
Por eso, y por otros mil motivos, debemos insistir, resaltar y gritar lo obvio: la democracia está al borde de su muerte en España. Nos quedan todavía el nombre de España, algunas tradiciones, unas pocas instituciones y, naturalmente, la creencia en una idea de ciudadanía española digna de vivir en democracia, aunque hay un porcentaje muy elevado de población, populacho, que prefiere sobrevivir como esclavos del totalitarismo nacionalista y sanchista. Quiero creer que todavía hay espacios, ámbitos y energías democráticas para luchar contra quienes se han apropiado de las instituciones surgidas de la Transición y la Constitución española. Me aferro a esas energías ciudadanas para plantarle cara a la casta política, organizada en partidos, partidas y bandas que nos roban todos los días un trozo de la soberanía nacional. Aún hay gente que no está dispuesta a tirar la toalla. Pronto saldremos otra vez a la calle. Sabemos bien de nuestros fracasos, el primero de todos es que antes, hace veinte o treinta años, pedíamos más y mejor democracia, pero ahora nos conformamos con exigir simplemente democracia, o sea, queremos expulsar del poder al sanchismo y al separatismo, porque son el cáncer de las mayorías que defendemos que sin la unidad de España no hay democracia.
