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Cristina Losada

El deporte de acusar a Israel de genocidio

La asimetría emocional es perceptible: las de Hamás son condenas de puro trámite, mientras que la condena a Israel es visceral, absoluta.

La asimetría emocional es perceptible: las de Hamás son condenas de puro trámite, mientras que la condena a Israel es visceral, absoluta.
Una persona con una muñequera palestina pisa una bandera israelí. | EFE

Sudáfrica ha presentado acusación de genocidio contra Israel ante la Corte Internacional de La Haya y como este tribunal es el órgano judicial de la ONU, cuyo sesgo en este asunto es conocido, el caso podrá prosperar. Lo hará, sobre todo, para los fines buscados, que son eminentemente publicitarios: propagandísticos, dirían los de antes. El gran eco mediático que ha tenido la acusación contrasta con la escasa o nula atención que se presta a los motivos del Gobierno sudafricano. Pocos recuerdan que el partido hegemónico, el Congreso Nacional Africano, mantiene estrechos lazos con la OLP desde hace mucho tiempo. Aún se recuerda menos que Sudáfrica se negó a entregar hace algunos años al Tribunal Penal Internacional —distinto de la Corte de La Haya— al ex dictador de Sudán, Omar al Bashir, contra el que había orden de arresto por crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio. El país que protegió a un acusado de genocidio con orden de detención, acusa ahora de genocidio a Israel por la guerra contra Hamás.

La acción sudafricana sólo formaliza una práctica constante. Las acusaciones de genocidio contra Israel no son nuevas ni de ahora. Se han constituido en un deporte macabro que muchos disfrutan practicando. Qué empuja a tanta gente, a tantos partidos y organizaciones a hacerlo es la pregunta. Si se prescinde de lo político o ideológico, toparemos seguramente con un odio —el odio a los judíos— que trasciende aquellos órdenes. Si vamos en busca de las raíces, llegaremos muy atrás. Es un odio de siglos. Las sociedades democráticas de hoy no querrán reconocer que lo albergan en su seno. Pero ahí está. Encubierto, pero está. Acusar de genocida a los que fueron víctimas del genocidio más espantoso del siglo XX, si pueden distinguirse grados en el horror, quizá sea un modo de desprenderse del remanente de culpa que quede en algunas sociedades por lo que entonces sucedió, sí, con su colaboración.

Estoy leyendo el libro de Xavier Pericay, Aly Herscovitz. Cenizas en la vida europea de Josep Pla. Es el relato de la investigación de cinco españoles —Arcadi Espada, Sergio Campos, Marcel Gascón, Eugenia Codina y Xavier Pericay— para saber quién fue, cómo vivió y cómo murió una joven alemana judía con la que Pla tuvo relación en Berlín, y sobre la que el autor escribiría, años más tarde, que había muerto "quemada" en un campo de concentración. El libro conduce, inevitable, a Auschwitz, pero pasando por Francia, donde Herscovitz, junto con otros miles de judíos refugiados en suelo francés, fue detenida por las autoridades francesas bajo las órdenes nazis. Cayó en la redada del Velódromo de Invierno de París, de allí fue a Auschwitz en aquellos trenes saturados, inhumanos, donde ya perecieron tantos, y en Auschwitz fue asesinada. Francia no reconocería aquella colaboración en la infausta redada hasta muchos, muchos años después.

La hipótesis de unos restos de culpa que se ventilan culpando de genocidio a las víctimas del gran genocidio es, con todo, benévola. La pervivencia del odio a los judíos es posibilidad más realista. Naturalmente, igual que el racismo, el odio al judío se encubre. Pero se nota. No es normal gozar de la manera que gozan cuando acusan de genocidio a Israel: cuando culpan del crimen a la víctima del crimen. Se cubren, lo ha hecho también Sudáfrica, condenando los ataques de Hamás, pero la asimetría emocional es perceptible: son condenas de puro trámite, mientras que la condena a Israel es visceral, absoluta. Ponen en ella todo lo que llevan dentro. Incluso los superficiales, como el presidente del Gobierno español, se vuelcan en las acusaciones contra Israel y pasan de puntillas sobre las atrocidades de Hamás. Ni una palabra sobre las mujeres israelíes que fueron violadas mientras las acuchillaban y mutilaban. Bastante tuvo con soportar los vídeos que le pusieron cuando visitó Israel: "tuve que visionar durante 20 minutos atentados y crímenes de Hamás". Lo hizo obligado, que si no, pasa. Qué diría este hombre en Auschwitz.

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