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Juan Cermeño

Víctimas: el cáncer del siglo XXI

Quien quiera seguir montado en el drama, adelante: pueden continuar llorando en el parque mientras los demás consiguen la vida que quieren.

Estos días se viralizaba la carta de una joven periodista de 26 años a la directora del diario El País. Se titulaba "vamos tarde para todo", y su autora narraba los pormenores de una vida, a su juicio, bastante catastrófica: becaria y sin ahorros, vive en casa de sus padres y va tarde para ser madre o comprarse un piso. El final de la carta, apocalíptico: "Me miro en el espejo, me quedo observando a mis amigos y amigas y sólo veo un grupo infantilizado por la vida que nos está tocando vivir. Somos demasiado jóvenes y nos creemos que ya vamos tarde, lo que no sabemos es que nunca llegaremos".

Recuerdo que mis padres me decían no pocas veces que dejara de quejarme o lloriquear. Y es que la línea que separa el victimismo de la autocompasión es muy delgada. La segunda sirve para amarse en el defecto y la imperfección. Pero si se abusa de ella es fácil terminar en la primera. Te atrapa un morbo condescendiente que descarga de toda culpa y te convence de que el mundo confabula contra ti. Con el tiempo, entiendes que la moralina de tus padres no se debía a que fueran unos desalmados, sino a la necesidad de dejar de revolcarte en tu miseria para levantarte de la cama y hacer algo de provecho para ti y para el mundo. Esta era la convención socialmente aceptada y, al que lloriqueaba demasiado, se le mandaba al rincón.

Ahora el lloriqueo se ha vuelto adictivo, pornográfico. A la carta de marras le siguió un ejército de empáticos dando la razón a la muchacha: esto del vivir es un drama insoportable no apto para cardíacos. Dicen que es cosa de nuestra generación de cristal –roto, porque tanta llantina en ensordecedora–, pero miro alrededor y también hay crujir y rechinar de dientes en nuestros mayores. Que Patxi López tenga que soportar las preguntas sobre filoterroristas y nacionalistas, los diputados amigos de los prostíbulos la sorna de las muñecas hinchables y Yolanda y sus acólitos la existencia de la derecha son perfectos ejemplos de esta injusticia llamada vivir. Ser víctima es el mejor trabajo de este siglo: es la llave maestra de todas las puertas.

Rompo una lanza a favor de nuestra generación: la cuesta del vivir ha picado hacia arriba respecto a nuestros padres. No se accede fácilmente a un techo propio o ajeno y, donde valía un sueldo, ahora es innegociable que haya dos. Es un hecho que el poder adquisitivo es menor y el ahorro más difícil. Pero convendría no olvidar que la historia va y viene, y que con el paso del tiempo ha habido épocas mejores y peores. Pasan los años y quizás cambian las apariencias, pero no tanto el fondo. Las 12 horas que pasaba el abuelo en la mina se han convertido en 12 horas con el culo pegado a la silla sobre moqueta, y hay quien, en una vida pasada, doblaría el espinazo arando la tierra y ahora llena de cubatas las barras de los bares las noches de fines de semana. Me temo que nos han hecho creer –y hemos comprado, con el mismo delito– que la tecnología y el progreso convalidaban el esfuerzo, y que todo lo que disfrutaban nuestros padres nos vendría dado como herencia sin impuesto de patrimonio.

Hace menos de un siglo, la gente tuvo que comer ratas. Unas décadas después, tocaba cenar huevos con patatas fritas todas las noches porque no había otra cosa. Con esto no quiero prohibir la queja, pero deberíamos ser conscientes de que, en esta vida, toca doblar el lomo como tocó hacer siempre. Ayudaría abandonar esas aspiraciones fantasiosas de buena parte de nuestra generación donde el pisito en el centro de la urbe –compartido con otros cinco jóvenes–, los viajes de Instagram, la eterna discoteca y las cenas de 100 euros cada fin de semana son el maná y el signo inequívoco del triunfador. Se lo puede confirmar el mecánico o el fontanero de mi pueblo, que no tienen las quejas arriba descritas. Pero claro, para eso habría que tener las prioridades claras y ser un adulto funcional, y no un grupo infantilizado "por la vida que nos toca vivir". Lo bueno de todo este asunto es que los currantes que invierten su tiempo en cosas más productivas que el llanto tienen menos competencia en el mercado. Es curioso que a estos nunca se les escuche lloriqueando. Pero quien quiera seguir montado en el drama, adelante: aquí tiene su carnet de víctima, para continuar llorando en el parque mientras los demás consiguen la vida que quieren.

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