
Pocos esperaban que tras el fracaso de una república que prometió una democracia liberal sin demócratas suficientes para afianzarla y devorada por la intransigencia congénita de ideologías totalitarias; que, tras su consecuencia forzosa, una guerra civil cainita en la que el terror en las retaguardias superó el horror a la muerte en las frentes y las trincheras y que tras una larga dictadura política, conclusión inevitable del desgarro interior total, azul en este caso por haber ganado Franco pero que pudo ser roja como Chaves Nogales subrayó, pudieran revivir los monstruos políticos que condujeron a la tragedia nacional.
Si el sueño de la razón planificadora produce monstruos, las democracias que no se defienden eficaz y eficientemente a sí mismas, reavivan bien monstruos antiguos no suficientemente destruidos o recrean nuevos monstruos en su seno cuyo propósito explícito es la consagración del totalitarismo y sus dictaduras y la negación del Estado de Derecho y las libertades. El de la democracia española es uno de los casos más llamativos debido al tiempo, el sufrimiento y el esfuerzo que costó que una mayoría más que cualificada de ciudadanos votara a favor del primer proyecto constitucional que no era unos contra otros y se procuraba la integración de todos en un marco de tolerancia, libertad, Estado de Derecho y convivencia.
Se supone que, como los animales y las personas, las naciones aprenden de su experiencia, muy especialmente cuando su pedagogo esencial es el dolor innecesario de la gente, de toda su gente, causada por fanatismos e imposiciones. Sobre todo, una democracia como la española, sustentada en la asunción de tantas tragedias pero impulsada desde lo que fue una generosidad sin precedentes, que creímos sincera, durante la Transición, debería haber escrito en tablas constitucionales de piedra qué actos no podrían volver a repetirse nunca jamás. No se hizo y se dejaron demasiadas puertas abiertas.
La experiencia europea de los últimos siglos, desde las guerras de religión a las revoluciones inglesas del siglo XVII y la francesa del siglo XVIII, desde la tiranía napoleónica a los nacionalismos racistas, ciegos y colonialistas, desde el nacionalsocialismo alemán, el fascismo italiano o las dictaduras comunistas, parecían habernos aleccionado para siempre sobre la preferencia de la perfecta imperfección de las democracias liberales con base en la tolerancia recíproca de individuos libres y la libertad de los mercados a cualquier otra forma de gobierno. Pero el optimismo de la existencia de la Unión Europea está dejando paso a la decepción por la decadencia causada por la incesante aparición de nuevos monstruos políticos en su seno.
Viendo y escuchando al intrépido y valiente reportero Cake Vinuesa preguntando en la manifestación de Bilbao por la liberación total de los asesinos de ETA –que recomiendo vivamente para certificar qué dimensión puede adquirir la degeneración de toda una comunidad—, se comprende que debajo de tanta boina y tanta ikurriña no hay otra cosa que un monstruo político que contribuyó a la Guerra Civil, que trató de reventar la Constitución de 1978 asesinando a casi mil españoles y que ahora está dispuesto a que una España rota deje paso, que ya se verá, a una España roja.
El nacionalismo vasco, como el catalán o el gallego, son monstruos políticos antidemocráticos por racistas, por supremacistas, por totalitarios (los filoetarras y los socialcomunistas catalanes de Esquerra y sus extremos derivados) y por ser incapaces de convivir empáticamente con cualquiera que no profese sus dogmas. Que lo mismo haya ocurrido en el viejo comunismo español no tiene nada de extraño porque obedece a su carácter fundacional. Lo inesperado es que el PSOE ganador de las elecciones de 1982, que parecía inclinarse hacia una socialdemocracia en la que democracia era más que un reclamo molón del momento, apenas 25 años más tarde haya recuperado su carácter de monstruo político que manifestó su letalidad promoviendo la Guerra Civil de manera abierta. Más claro que lo que dijo Largo Caballero no se pudo decir. ¿Qué otra cosa sino el enfrentamiento promueve el PSOE de Pedro Sánchez?
El terrorista ilustrado, Antonio Negri, prófugo en Francia hasta su muerte y para quien la fiscalía italiana pidió la cadena perpetua por su participación en varios atentados, ha escrito todo un ensayo sobre el monstruo político, como una metáfora de la nueva multitud penetrada por la neoideología comunista (antes, las masas). Para el nuevo monstruo político, desligado aunque no del todo del odio de clases, la normalidad democrática, la ley, la tolerancia, el sexo, el medioambiente, el no matarás o no mentirás, las tecnologías, todo deviene en plataformas de odios sucesivos de nuevos "explotados" (todo vale) que, con la dirección política adecuada, convergerán para la destrucción de la democracia.
Este discurso y otros afines bolivarianos han penetrado a demasiada "multitud" española sin una reacción defensiva elemental de los que deseamos la convivencia razonable y democrática y no volver a las monstruosidades que quisimos creer superadas pero que, evidentemente, no lo están. Los demócratas españoles no luchamos contra nuestros monstruos. Por eso vienen a vernos de nuevo y cada vez más.
