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Juan Cermeño

Señoritos en tractor

Usted se queda sin porvenir, nosotros sin comer, pero caballero, caballero, le pido por favor que no me corte las carreteras.

Usted se queda sin porvenir, nosotros sin comer, pero caballero, caballero, le pido por favor que no me corte las carreteras.
Cientos de tractores se suman a las protestas del campo este martes, llegando a Palencia desde distintos puntos de la provincia. | EFE

Confieso, no sin pudor, que experimento estos días un placer culpable cada vez que los tractores hacen acto de presencia. No es muy virtuoso disfrutar del drama ajeno, pero ¿cómo no hacerlo ante el espectáculo de la realidad linchando al mundo de las ideas? Los expertos tertulianos y politólogos critican la abundancia de señores calvos con barba en las protestas, de esos señoritos a lomos de su tractor, que han dejado encerrados bajo llave a 40 jornaleros subsaharianos ilegales que labran sus tierras mientras ellos salen a cazar perdices cerveza en mano a panza descubierta. No son agricultores, sino alienados borregos ultraderechistas o, en su defecto, sádicos terratenientes. Decía el secretario general de CCOO, Unai Sordo, que se estaban movilizando "los empresarios del campo y no los trabajadores". Se nota que las gambas no crecen en el campo. Pero qué esperar de unos sindicatos que se manifiestan junto a la ministra de Trabajo para demandarse a sí mismos –tan paródico que hasta chirría la expresión– mejores condiciones laborales.

La respuesta rural a los rebuznos de los matinales televisivos y la asfixiante legislación de Bruselas es sencilla y, por el momento, eficaz: mierda. Nunca pensé que disfrutaría de lo escatológico, pero hay una belleza discreta y poética en arrojar estiércol a la ley. Es el epítome de la batalla que vivimos desde hace años en la sociedad occidental: realidad frente a ideas. Gran parte de la población y una aún mayor de la clase política se ha instalado en el ideal. Objetivos loables de palabra bonita cuyos predicadores creen posibles sólo porque están impresos en un papel. No importan los medios disponibles o si es humana y técnicamente viable alcanzar dichos fines: si suenan buenos y deseables, se adoptan. Y así, se propone una agenda más verde, sostenible y de menor impacto en la naturaleza sin valorar que el coste se hace inasumible para la agricultura europea, máxime si compite con la exterior en desigualdad de condiciones, al no afectarles dicha agenda. ¿Resultado? Se cumple con el objetivo agendado, pero no por una mejora de la industria, sino por su desaparición. Nada con menor impacto que la nula actividad y la pobreza. Ya saben, el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.

Ahondando en ese ideal de palabra hueca, corros de la patata y mundos felices, uno se topa con la segunda derivada del episodio agropecuario: está bien quejarse, pero háganlo con moderación. No hagan ruido, no estorben, sean democráticos y cívicos, pregunten educadamente si es posible que no les pisoteen y sean pacíficos ante su extinción. Usted se queda sin porvenir, nosotros sin comer, pero caballero, caballero, le pido por favor que no me corte las carreteras. El asunto es delirante, cuanto menos. La historia siempre cambió su curso a golpe de espada o rifle, según la época, y cambiará con drones, robots, sobornos, guerras comerciales o lo que se tercie. Pero nunca cambiará por las buenas. Lo ideal sería que lo hiciera y, sin embargo, tozuda realidad, basta una mirada atrás para repasar la historia y entender que, una vez más, ideal y realidad no coinciden. Algunos son lo suficientemente ingenuos para pretender que la justicia triunfe sin lucha. Otros, consumados malvados que hacen creer a esos ingenuos que todo lo que emana de sus labios es democracia y cualquier oposición a ella es tiranía. Estas protestas nos recuerdan que la justicia no suele triunfar mediante la palabra. Y que el bienestar y la vida fácil de nuestros días nunca fueron un derecho. Hasta hace un par de siglos, lo habitual fue el hambre, la enfermedad, el dolor y la muerte.

Confieso, ya sin pudor, que a este placer culpable le suceden unos viles sueños húmedos, donde los supermercados de las ciudades se vacían y se produce un éxodo urbano de tertulianos, politólogos y toda suerte de ingenuos e ignorantes a los caminos del campo español, arrastrando su patinete eléctrico en busca de una electrolinera, comiendo piedras y bebiendo su propio orín. Agonizando mientras se alimentan de esa ideología tan nutritiva que consumen; esperando encontrar un chuletón de vaca rubia en la pradera gallega o un tarro de mermelada en los invernaderos de Almería, mientras discuten sobre lo democrático de matar a la vaca o arrancar las fresas de su madre tierra.

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