
Hubo una época en la que para ser mayor lo único que hacía falta era estar en Primero de la ESO. Era la época de las rodillas magulladas y las muñecas sin reloj, cuando las calles se llenaban de autobuses que paseaban sin recato a muchachas cantarinas todavía obnubiladas por la última cachetada que habían visto en Pasión de Gavilanes. Yo no recuerdo muy bien aquella etapa porque todo eran graznidos y confusión. Los jornaleros colombianos llegaron a cotizar tan alto en la escala del amor que supongo que de ahí me viene esta tendencia mía por zarandear las frases cada vez que entro en trance de ligar. Debió de suceder también que entonces el tiempo comenzó su huida y la memoria se me quedó extraviada allí, en ese instante en el que me arranqué a seguirlo con desidia, tratando de alcanzarlo nuevamente sin saber muy bien por qué.
De todo aquello lo único que se me quedó grabado fue que la humanidad se dividía en dos edades, diferenciables por el largo de su pantalón; y que crecer era una desgracia inevitable de la que tarde o temprano nos tendríamos que arrepentir.
Eso último me lo dijo un niño con esa sabiduría infinita que sólo pueden alcanzar los niños de un curso más. Aprovechó un momento de silencio en los pinares del patio, entre el humo sigiloso de los pitillos de esos adolescentes ya no tenían salvación, y nos reveló a todos el secreto eterno que más tarde habríamos de olvidar. Yo culpo a aquel chaval de que a partir de ese momento las leyes naturales se truncasen, haciendo que toda mi generación, perdida, se extraviarse un poco más. Soy consciente de que fue entonces cuando se borraron las fronteras claras y los ritos de transición. En pocos años alcanzamos Primero de la ESO pero seguimos siendo niños. Y luego vino esta bifurcación ambigua de la que sólo algunos valientes insensatos han conseguido regresar.
Quienes todavía no hemos terminado de hacerlo vivimos en una simulación. La mía particular es un universo de apariencias en el que ser adulto ya no significa nada, de tal manera que aquí ya ni los presidentes se ven llamados a hacerse cargo de su responsabilidad. En Cómo conocí a vuestra madre, poco después de la muerte de su padre, Marshall le dice a Ted que cuando era pequeño y regresaban de las vacaciones solían terminar atravesando la noche en el coche familiar, pero que él jamás perdió la calma porque al volante iba un superhéroe que podía ver a través de la oscuridad. "Ahora se ha ido, todo está negro y yo no sé hacia dónde voy", le dice. "No veo nada". Esa misma noche, regresando a casa en mitad de una ventisca, su padre se le aparece y le confiesa su secreto: "Yo tampoco veía un carajo, compañero. Simplemente continuaba conduciendo hacia adelante, esperando lo mejor". No sé por qué me da que lo que nos ha pasado a tantos es que hemos decidido parar el motor.
