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Luis Herrero Goldáraz

En España murió Dios

Ir al Congreso es contemplar la cara cobarde de esta España sanchista en la que cada vez es menos creíble que algo elevado pueda suceder.

Ir al Congreso es contemplar la cara cobarde de esta España sanchista en la que cada vez es menos creíble que algo elevado pueda suceder.
Pedro Sánchez. | EFE

Ando estos días medio espeso y como alucinado, deambulando con la cabeza desgreñada y parándome en los parques para agitar por las solapas a los ancianos mientras les pregunto cómo han hecho para seguir aquí desde que murió Dios. Ellos siempre pegan un respingo e intentan agredirme con sus periódicos, pero yo respondo arrebatándoselos y señalándoles titulares que atestiguan la aparente falta de creencias de Pedro Sánchez, tratando como puedo de hacerme entender. Nunca lo hacen. Se alejan de mí esprintando como esprintan los ancianos y yo me quedo allí, con la prensa arrugada entre los dedos y sin ningún tipo de respuesta, más perdido que un país sin rumbo e igual de triste que una ruptura por burofax. Desesperanzado como Atticus Finch si tuviese que lidiar con Puigdemont.

Ocurre que los únicos que no creen en nada son los muertos. Ni siquiera respirar es posible sin haber pegado antes un mínimo salto de fe. De ahí que lleve años atormentado por no saber en qué cree exactamente nuestro presidente, que es lo mismo que desconocer desde qué suelo alza la vista al cielo nuestra España; hacia qué horizonte de trascendencia se encamina nuestro porvenir; por qué raja de qué falda acabaremos despeñando el Seat Panda; qué estrellas guiarán la barca de Caronte cuando llegue nuestra hora de morir.

Yo no creo, como creen los creyentes, que Sánchez crea únicamente en sí mismo. Creer en uno mismo exige creer en algo más allá. Concretamente en Dios, que es una forma como otra cualquiera de decir en la Humanidad. Creer en uno mismo exige haber asumido profundamente la propia identidad y haber comprendido, por consiguiente, que vivir para sí tiene un único sentido de perfeccionamiento que responde, se quiera o no, a unas leyes que no se pueden alterar.

Pero Sánchez no cree en sí mismo y por eso se permite tantos "cambios de opinión". Sánchez —y por tanto España— es el hombre cobarde que caracteriza nuestra época: nihilista sin consecuencias salvo por su inabarcable desorientación.

Y es que el hombre cobarde —digamos Sánchez, y por tanto España— no es el hombre que no cree en nada, sino el que no se atreve ni a creer ni a no creer. Un hombre sin los arrestos suficientes o bien para asumir el sinsentido eterno y suicidarse o bien para adherirse a unos principios encaminados hacia un significado superior. Del hombre cobarde puede esperarse cualquier cosa, pero ninguna digna de una mínima altura moral. Lo único que motiva sus acciones es su necesidad de sobrevivir, aunque ni siquiera sepa para qué. Por eso se percibe siempre como víctima y sólo es capaz de observar sus pecados con autocompasión. Por eso actúa como si absolutamente todo estuviese permitido pero no le pasa ni media a quienes le exigen más. Por eso cuando se descubre enfangado hasta las cejas no se limpia, sino que extiende el fango a quien esté a su alrededor. Hoy no hace falta más que pasarse por el Congreso para contemplar la cara cobarde de esta España sanchista en la que cada vez es menos creíble que algo elevado pueda suceder.

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