
El secreto de la vida me lo enseñó mi padre posiblemente sin saberlo —yo, sin ir más lejos, no caí hasta antes de ayer, mirando álbumes—, aquel verano remoto en que quiso llevarme a conocer el mar. Con conocer el mar yo me refiero a navegarlo como los ricos, que suelen ser los que mejor conocen las cosas. Sucedió un día que regresaba de mi rutina playera diaria, consistente en evitar en la medida de lo posible llenarme de arena y de disgustos, dos cosas que siempre vuelven y además en forma de tragedia. Iba maldiciendo para mis adentros y soñando para mis afueras, supongo que con grandes veleros que pretendían simbolizar la libertad, hasta que mi padre me escuchó. "Hijo mío, si eres inteligente nunca te comprarás un barco", me dijo, pecando de optimista. "Dejarás que algún amigo lo haga por ti". Después se llevó una patata a la boca y permitió que la brisa mediterránea acariciara sus bigotes sabios, cargándose de autoridad. Al día siguiente estábamos en la cubierta del de su amigo Ernesto. Y jamás miramos para atrás.
De aquello no saqué nada en claro hasta hace bien poco, como he dicho. Pero es que es necesario haber atravesado ciertas fronteras vitales para entender todos los réditos que puede aportar la amistad. El otro día, en X, A. hacía balance de lo que es pasar un verano con sus amigas abogadas: "1. Gratis un vuelo por retraso. 2. En un restaurante nos intentaron timar y al final acabaron indemnizándonos. 3. Nos libramos de un golpe que tenía el coche de alquiler y que nos querían colar". Llegué a la conclusión de que me faltan amigos abogados. Y sólo un segundo después caí en la cuenta de que no me vendría mal algún amigo médico también. Y un farmacéutico, pienso ahora. Y un policía. Y un electricista, se me ocurre. Y, por qué no, un constructor. Alguien que me ayude a saltarme la cola en el estanco. Y un domador de caballos seguro que alguna ventaja nos da. Todo regado con las aportaciones desinteresadas de ese amigo millonario que también me falta. Y así hasta formar una recua maravillosa que me permita llevar la vida de ministro que merezco sin necesidad de tener que estrechar lazos con ningún ministro de verdad.
Desde entonces, mis sueños han cambiado. Ahora si despierto por las noches no lo hago lamentando no haber entrenado al tenis desde los tres años, arrepentimiento tan prolongado en el tiempo que me sorprende no haber conseguido revertirlo a estas alturas para ganarme una segunda oportunidad. Con lo que sueño es con regresar atrás para añadir unos cuantos amigos a mi lista; o con influir en los que todavía tengo para que desarrollen profesiones de las que, a la larga, todos nos podamos aprovechar. Curiosamente, nunca he soñado con convertirme en alguien útil yo mismo. Pero supongo que eso es porque soy una persona excesivamente generosa. Disfruto más del éxito de los demás.
