
Días de procesión, silencio y tradiciones. Entretiempo para dejar el alma en reposo. Días de luz picante de primavera jovencísima, de playa tibia, de azules de esperanza en el cielo. Días de rosas, de pétalos vivos, de los primeros brotes en las plantas de la jardinera, de reencuentro con las horas muertas. España baila, España reza, España abraza.
Entrada triunfal y Ecce Homo. Cristo Rey, la Amargura, y la Buena Muerte. Cristo de los navegantes y Estrella de los Mares. Penitencia, misericordia, perdón. Recordatorio anual del tempus fugit. Memoria ancestral de una nación entrelazada con la cruz a través de los siglos, las familias y las vidas. Lo que somos hoy, por lo que los nuestros fueron ayer.
Pocas horas para partir al rincón de cada año. Estará el cielo color ceniza, el mar aún entristecido por el invierno, y los caminos tapizados todavía del musgo de las últimas lluvias. Estará la cerca oxidada otra vez, y habrá cerrado alguna tienda más. En las cristaleras de los bares, el Cristo de la Semana Santa con la programación, y en las calles el deambular de lugareños y turistas aventureros, deteniéndose siempre en los bares equivocados.
El Jueves Santo, la misa de la cena del Señor. En las Clarisas, recuerdo imborrable de los mejores dulces de España, la monja más joven declamará desde la celda el evangelio más melancólico y esperanzador de todos. "Comeréis panes sin fermentar y verduras amargas", nos dirá con su voz firme, purísima, "y lo comeréis así: la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano". Oficios alegres, pero con sabor a despedida. Al terminar, el reencuentro con los amigos, la ruta de los pinchos y los vinos, un oasis de felicidad.
Al día siguiente, solitaria cruz de palo. Junto a la antigua ermita, bajo el aguacero o sin él, bajaremos hacia la parroquial al doblegar el Viernes Santo, en la medianoche, y entonando el Miserere nos perderemos tras el coro, siguiendo la estela de la Virgen de la Soledad, en lo que en mi tierra llaman Os caladiños. Como ayer, como en la niñez, como de mayores. Al término de cada estrofa se hará el silencio sacro, tan solo el ruido del avance de los cofrades, golpe de estaca y el susurro de las telas barriendo el suelo alrededor de los zapatos. Lo demás, silencio densísimo; ni coches, ni estrellas, ni aves. Silencio orante.
En cada pequeño ritual de la Semana Santa nos reencontramos y nos reconocemos. A veces con la fe, otras veces con la tradición, todas las veces con la cultura y la historia. Vemos todavía nítidos a nuestros mayores, que contemplaron las mismas imágenes, que se emocionaron a su paso, que pidieron ante ellas lo que tal vez más tarde fuimos nosotros y nuestra pequeña prosperidad, o nuestra buena salud. Dios sabe.
Por algo han fracasado todos los intentos de terminar con la Semana Santa. No es posible tratar de borrar la herencia cristiana de una nación hasta el aspaviento y la impostura de atacar las procesiones, manifestación religiosa pública de muchedumbres en todos los rincones de España. Cada uno a su manera. Está por supuesto Sevilla y su madrugá, Nuestra Señora de Os Caladiños en Ferrol, el Cristo de Mena de Málaga, el Redentor de Valladolid, Medinaceli en Madrid, los Gitanos en Granada, la Hora de Calanda, las Carpas Pardas en Zamora, los Salzillos de Murcia, y las Turbas de Cuenca. Cada una con su impronta, con su acento, con su historia, y con su particular devoción. Las mil formas de ser español.
Al fin, al otro lado de la semana, bajaremos de nuevo el domingo a media mañana, roscón de Pascua y banda municipal, a cruzar la mirada con el Cristo Resucitado, con Santa María luminosa, con los ángeles y arcángeles, y regresaremos a casa paseando al sol tibio, al filo de la hora de comer, después de comprar pasteles y dulces pascuales en la pastelería para la gran comida de la alegría, y de desear buenas pascuas a unos y otros, susurrando con orgullo aquello de María Dolores Pradera: "Desde luego, parece un juego / Pero no hay nada mejor / que ser un señor de aquellos / Que vieron mis abuelos".
