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El precio de imaginar

Todo adquiere perfiles más densos si existe la más mínima posibilidad de que lo que sustenta tus fantasías llegue a hacerse realidad.

Todo adquiere perfiles más densos si existe la más mínima posibilidad de que lo que sustenta tus fantasías llegue a hacerse realidad.
Escena de 'Big Fish'. | Archivo

Hace unos días, como cada lunes, me dejé mis dos euritos y medio semanales echando un boleto de Euromillones, que es la manera más rápida que conozco para ser feliz. No se trata de una felicidad ludopática, de un frenesí incontrolable que amenace con acabar con mis ahorros ni nada por el estilo. Es la simple felicidad de quien todavía puede soñar y recuerda cómo hacerlo. Algo parecido a escribir. Yo echo boletos de Euromillones como quien se despierta a las tres de la madrugada de un miércoles en mitad de una fantasía maravillosa y gasta todas las horas que le quedan antes de que suene el despertador tratando de volver a sumergirse en ella. Es mejor vivir dormido que no dormir. Por eso, aunque echo siempre el boleto los lunes no lo hago para el sorteo de los martes, sino para el de los viernes. Consigo así aguantar el máximo tiempo posible creyéndome millonario sin serlo y sin dejarlo de ser, evitando en un tirabuzón milagroso que hasta la improbable realidad de ganar haga acto de presencia y me estropee la ficción.

Lo mejor de imaginarse siendo millonario es que a partir de ese momento no hay frenos. Uno puede imaginarse cualquier cosa si antes de nada ha imaginado que lo puede pagar. Ocurre, por tanto, la vorágine. Yo los lunes echo el boleto de Euromillones y acto seguido saco el móvil y me pongo a mirar casas en Idealista, para acotar el escenario de la función. Algunas semanas vivo en áticos de lujo en lo alto de Serrano, o en mansiones inmensas que no son más que pretextos necesarios de una trama que comienza conmigo llamando a la puerta de un vecino y terminan con el descubrimiento de que ese vecino es Jude Bellingham, mi nuevo mejor amigo y futuro padrino de mis hijos. He vivido en chateaus y en rascacielos, en Tailandia y en Nueva York. He renunciado a mi fortuna y encontrado el amor expiando mis pecados en África. He fundado un premio que le haga sombra a los Nobel. He sido el primo del primo de Zumosol.

Últimamente me ha dado por hacerme detective. Voy barriendo el mapa de Madrid en busca de casas que se vendan en nuda propiedad y me acerco a ellas como un sabueso sagaz. Converso con la inmobiliaria menos interesado en la casa que en el anciano que vive en ella, y me imagino futuros distópicos en los que las pujas por comprarla varíen en función de su edad. "Este viejo está muy sano. Así, a ojo de buen cubero, calculo que le quedan, como poco, veinte años. Comprenderá usted que a estas cifras que me piden no puedo llegar". Después hago guardia en la acera y repaso desde una furgoneta las pintas de mis competidores. Los sigo hacia sus casas y trato de averiguar qué oscuras maquinaciones esconden. En lo que llevo de año he salvado ya a tres ancianos a punto de ser asesinados por los futuros dueños de su hogar.

En cualquier caso, así relleno los huecos de mis tardes y mis paseos a por café. Poco a poco he ido perfeccionando mi arte de imaginar y he llegado a la conclusión de que hay una diferencia fundamental entre hacerlo gratis o pagando. Todo adquiere perfiles más densos si existe la más mínima posibilidad de que lo que sustenta tus fantasías pueda llegar a hacerse realidad. Es como doparse para soñar. El problema es saber que, como todo dopaje, su resultado no es cierto. Por eso estoy aquí, escribiendo estas líneas. Haciendo tiempo hasta que me llegue el mensaje confirmando que no he ganado nada y que puedo respirar aliviado. Que he esquivado nuevamente la que, sin duda, acabaría siendo la mayor decepción de mi vida. Que en unos días volveré a renovar mi inmejorable felicidad durante una semana más.

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