
Las leyendas, esas narraciones heroicas que se adoban con las brumas del tiempo, han formado parte de las emociones colectivas humanas. Casi siempre en situaciones dramáticas donde la vida de un pueblo entero depende del heroísmo de unos pocos. Sigue habiendo guerras y héroes, pero se sustancian bajo otros parámetros y contrastes. Ahora las gestas, la sed épica de nuestras emociones colectivas, brotan como volcanes del deporte de masas.
Cuando ayer Carlo Ancelotti sentenció: "Nunca hay que darnos por muertos", saciaba la sed de eternidad de los aficionados del Real Madrid y amedrentaba a los adversarios, apoyado por las gestas pasadas en Europa. Eso es una leyenda, el lugar donde partidarios y enemigos coinciden. Unos por pasión y otros por temor. ¿Quién duda hoy en el mundo que el Real Madrid es el favorito de nuevo para ganar la Copa de Europa?
Para bien y para mal, los mitos, las leyendas, las historias de dioses y héroes han sido guías morales para la humanidad. El deporte también lo es hoy. Del olimpismo nació el eslogan "Lo importante no es ganar, sino participar". Aunque no se lo crea nadie, lo aceptamos como autoengaño. Y nos sirve. Ayer mismo, Carlo Ancelotti y Pep Guardiola nos dieron una lección de grandeza deportiva. El primero reconoció que su Real Madrid no tenía otra forma de ganar ese partido que cerrarse como un equipo vulgar, rentabilizar un gol de oro y esperar la fortuna de los penaltis. Él y su equipo hicieron un ejercicio de supervivencia colosal a sabiendas que tenían enfrente a un equipo superior. Inteligencia, humildad y un corazón colectivo para defender con coraje la leyenda que les precede y engrandece. Sólo así aguanta hasta la extenuación un corazón de león como Carvajal o se envuelven en la capa de Superman Rüdiger o Lunin.
A la misma altura estuvo Pep Guardiola. Ni un reproche, ni siquiera el recurso de la mala suerte, un señor. Abrazo sincero, felicidades y satisfacción por el trabajo hecho por su equipo. Simplemente no se puede ganar siempre. A pesar de que demostró sobradamente que su equipo fue superior. Exactamente lo contrario que su homólogo en el banquillo del Barça, Xavi Hernández, un jugador ejemplar que cuando ha tenido que bregar como entrenador de forma individual ha demostrado ser muy mal perdedor. Y un niño consentido empapado de ese victimismo catalanista que le lleva a ir por el mundo como si todo el mundo le debiera algo. Esa maldita hegemonía moral propia de supremacistas. Tras su derrota frente al PSG: "El árbitro revienta el partido con la roja a Araujo". Hasta su portero, Ter Stegen, le afea la impostura: "Araujo quería ir a por el balón, pero si es falta es roja". Señoría, no hay más preguntas.
Incluso en ese territorio arbitral brumoso, el partido entre el Manchester City y el Real Madrid fue ejemplar. Un árbitro sonriente, relajado, con autoridad, y sin necesidad de demostrarla con autoritarismo, dio un recital de neutralidad. Y lo mejor, los dos equipos se entregaron con pasión defendiendo sus colores sin dejar un resquicio al juego sucio. Una gozada. Envidia frente a esa pocilga de juego sucio de la política a que nos ha abocado el gobierno de Pedro Sánchez y sus socios. Podrán ganar los herederos de ETA en el País Vasco (y no sólo me refiero a Bildu, también a los ciudadanos que les votan a sabiendas), podrán apoyarles los socialistas en Pamplona, y si conviene en el Gobierno Vasco, pero no dejarán de representar lo contrario del lema del deporte, "Lo importante no es ganar, sino participar". Y por si aun así se la atribuyen, habríamos de añadir… "Lo importante no es ganar a cualquier precio, sino con limpieza".
