El episodio de las amenazas al juez de Barcelona Joaquín Aguirre, que instruye el sumario de las conexiones rusas de Puigdemont y el de los pagos del F. C. Barcelona al vicepresidente del comité técnico de árbitros, muestra a qué extremos ha llegado la inseguridad jurídica en la Cataluña del proceso y los separatistas. La cadena de errores es elocuente. En primer lugar, un juez que debería estar perfectamente protegido recibe un paquete con una falsa bomba en su interior que atraviesa todos los controles de seguridad y llega a su propio despacho en lo que no es sino un auténtico aviso a la manera mafiosa, la cabeza de un caballo en el lecho del magistrado. Después, se oculta el hecho, se impide que trascienda hasta una semana después, como si un simulacro de bomba en un juzgado fuera una situación ordinaria a la que no hay que dar más importancia. Y cuando por fin unos pocos medios de comunicación, entre ellos Libertad Digital, revelan lo ocurrido, las propias autoridades judiciales corren a dar carpetazo al asunto sin haber mostrado la más mínima sensibilidad respecto a la seguridad del magistrado. Ni siquiera un gesto de solidaridad antes o después de archivar el caso por "autor desconocido".
Es evidente que los Mossos d'Esquadra no han mostrado mayor interés en esclarecer la escandalosa amenaza contra el juez Aguirre, sometido al señalamiento constante de los medios de comunicación en Cataluña e incluso apuntado directamente en el Congreso de los Diputados por la portavoz de Puigdemont en Madrid sin que se obligara a Míriam Nogueras a la más mínima retractación. Hay barra libre contra los jueces implicados en casos que afectan a los independentistas y el ejemplo de Aguirre resulta harto manifiesto. Como ya ha ocurrido con otros magistrados (amenazas e intentos de agresión a Pablo Llarena, por ejemplo, o las pintadas amenazantes en su segunda residencia que sufrió Ramírez Sunyer, el difunto instructor del sumario por el que se deberían juzgar en Barcelona a altos cargos de ERC por la organización del referéndum ilegal), Aguirre está solo, sin ninguna protección, sin escolta, al albur de unos avisos que se pueden concretar en desagradables consecuencias. Una falsa bomba debería ser como mínimo tan alarmante como una bala o un cortauñas en un sobre. Claro que la diferencia es el receptor. Por un lado, un juez incómodo para el separatismo y para sus socios. Por otro, ministros del Gobierno de España gracias al apoyo de los separatistas investigados por ese mismo juez. En el primer caso, silencio y archivo. En el segundo, alarma, denuncias y celo investigador.
Ese doble rasero explica las dificultades de los jueces en España para abordar según qué expedientes, su indefensión, la falta de medios y la creciente inseguridad jurídica que propicia el amedrentamiento sin consecuencias de las autoridades judiciales. Señalados por los separatistas, hostigados por el Gobierno de Sánchez, amenazados y silenciados. Lo que le ha sucedido al juez Aguirre debería haber provocado una investigación a fondo sobre el paquete y sobre los inauditos y clamorosos fallos de seguridad en una administración de Justicia que en términos operativos depende en Cataluña de la Generalidad y de sus Mossos d'Esquadra. Es un escándalo mayúsculo, una tropelía contra un magistrado que está en el punto de mira de Puigdemont, el amigo de Putin que regresará a Cataluña con alfombra roja gracias a Pedro Sánchez. Eso es Cataluña, la conciliación que propone Sánchez, el silencio de los jueces, a quienes hay que advertir como sea de que no pongan trabas a la impunidad que implica la amnistía.