
La periodista Victoria Prego fue quien contó a muchos españoles la historia extraordinaria, compleja y finalmente feliz de la Transición. No era historiadora, pero por eso mismo. Es probable que lo que hizo por la democracia española aquella serie de televisión que compuso no esté suficientemente valorado, pero los espectadores la premiaron de modo incuestionable. No era para menos: por primera vez en mucho tiempo y quizá también por última vez, veían el "making of" de la peripecia política que había resultado en un hito histórico. La serie se emitió en 1995 y se produjo en una Televisión Española que tendría sus sesgos, pero que todavía no cifraba su máxima prioridad en contratar a humoristas (?) como Broncano para complacer al Gobierno. El coste de la serie, por cierto, fue infinitamente inferior al del contrato del hombre al que, según parece, se le encomienda la misión de salvar a Sánchez de sí mismo.
El nombre de Victoria Prego trae siempre el recuerdo de la Transición y con ella viene el recordatorio de que las dos novedades más valoradas por los españoles de la época que entonces echó a andar fueron la libertad y la libertad de prensa. Ambas son pilares de una democracia liberal y son indisociables. No hay libertad sin libertad de prensa, como no hay libertad de prensa sin libertad. Esto se tenía claro cuando se empezó a disfrutar de las dos libertades, y lo tenían claro tanto el político como el ciudadano. La libertad y la libertad de prensa eran, ante todo, la sensación de tenerlas, de disponer de ellas, de que no había cortapisas, prohibiciones, censuras ni sanciones. Eran abanicos de múltiples posibilidades, algunas de ellas intrascendentes, si se quiere, pero enormemente populares: la libertad era poder comprar una revista con fotos de Marisol desnuda, o ver en un cine español, El último tango en París, y no tener que ir a Perpiñán.
La libertad era también que hubiera excesos, excesos con los que había que lidiar, pero una cosa estaba igualmente clara: los excesos no pueden ser la coartada para restringir la libertad. Lo mismo para la libertad de prensa, su acompañante necesaria: los excesos no pueden servir de coartada para limitarla. Cuando la libertad se fue instalando felizmente en España, ese principio, ese espíritu y esa pauta eran de aceptación general y no había que formularlos: formaban parte del ethos. Es una terrible coincidencia que la periodista que contó a los españoles la aventura política que abrió el camino a los primeros y risueños pasos de la libertad fallezca en el momento en que el poder político manifiesta, sin rebozo, el rechazo de aquel espíritu y aquella pauta. Porque hoy tenemos un presidente del Gobierno que ha decidido que los excesos —los excesos que, según él, existen— justifican la restricción.
Tenemos un presidente del Gobierno que para justificar la restricción ha creado la nebulosa Bulo, aunque no dice dónde está, ni cuál es su extensión, ni quiénes son sus habitantes. Ni dice qué es un bulo, aunque él mismo propende a decirlos. Y tenemos un presidente del Gobierno que acaba de hacer de la existencia de la nebulosa Bulo y de su destrucción, la gran misión política de su mandato y el gran debate de todos los tiempos. Bueno, después de cinco ridículos días de suspense había que inventarse algo para dar sentido al sinsentido. No quedaba muy estadista salir diciendo "pues me quedo" y ya. El problema personal del presidente, en lugar de llevarlo al diván, lo han llevado a la fábrica de relatos. Y puede ser, porque estamos en Europa, que se quede en relato, en propaganda pura y mitinera a lo Montero. Pero sólo con que suenen los tambores de guerra contra enemigos en la prensa, ya hay dos víctimas, las de siempre: la verdad y la libertad.
