
"La Historia me absolverá", así se conoce el alegato de Fidel Castro ante los jueces que le condenaron a 15 años de cárcel al inicio de la Revolución Cubana. "La Historia" en realidad no existe. Existen los historiadores, que a partir de una serie de hechos que ellos escogen, elaboran el relato histórico. La Historia como disciplina está mucho más cerca de la literatura que de la ciencia, y por esa razón lo que importa es el relato, un relato que generalmente es consensuado entre los historiadores, aunque muy a menudo es impuesto desde el poder.
En 2003 Roman Polanski ganó el Óscar al mejor director por El Pianista, la historia de Władysław Szpilman, un compositor y músico judío en la Varsovia ocupada por los nazis. El director polaco no pudo acudir a la entrega de premios porque en 1977 drogó y violó a una niña de trece años en casa de Jack Nicholson, y huyó de Estados Unidos antes de ser sentenciado. Un auditorio puesto en pie ovacionó al director ausente, que recibiría la estatuilla de manos de Harrison Ford unos meses después. En 2009 la justicia del Estado de California intentó iniciar un proceso de extradición contra él, sin éxito. "No fue una violación-violación", dijo Whoopi Goldberg en su talk show. Fue una violación-violación sea cual sea la definición de violación que uno use, pero en ese momento las mentes progresistas como Goldberg no estaban preparadas para saberlo. Lo estuvieron unos años después, cuando a raíz del juicio contra Harvey Weinstein se popularizó el movimiento #MeToo. Polanski fue expulsado de la Academia y desposeído del Óscar en 2018. Los hechos no habían cambiado, había cambiado su relato. Y lo gracioso del asunto es que perfectamente podría volver a cambiar. La víctima de Polanski se fotografió sonriente con él en mayo de 2023, 46 años después de los hechos. La foto se tomó durante una entrevista que le hizo Emmanuelle Seigner, la mujer del director. "Lo que pasó con Polanski para mí nunca fue gran cosa. Creo que ya pagó su deuda con la sociedad". Si el lector observa atentamente el vídeo de la entrega del Óscar a Polanski podrá observar a Weinstein aplaudiendo de pie.
Cuando la Historia, o sea los historiadores, juzgue los gobiernos de Pedro Sánchez será difícil recurrir a las fuentes coetáneas, increíblemente contaminadas por un fenómeno difícil de describir desde la ética periodística o desde las dinámicas de poder; es necesario hacerlo desde la psicología de masas. Ha llegado un punto en el que en lo referido al gobierno o sus intereses es imposible distinguir una noticia publicada en El País de una nota de prensa del PSOE. Todos los periodistas tienen sesgos, todos los medios tienen una línea editorial y ninguno de nosotros se chupa el dedo. Pero lo que sucede con la prensa oficialista y Pedro Sánchez no tiene precedentes en cuanto a sumisión perruna a las directrices del partido. Al menos, fuera de Turkmenistán. "El equipo de opinión sincronizada", en feliz expresión de César Calderón, asume como propio de manera instantánea y acrítica cualquier bandazo en la estrategia del presidente, como una bandada de estorninos o un banco de atunes cambiando de rumbo simultáneamente. El indulto era intolerable hasta que lo fue, como la amnistía o como pactar con el brazo político de ETA, y a estas alturas ya nadie tiene duda de que no importa qué decisión tome Sánchez sobre cualquier tema, todo el periodismo y la opinología oficialista, de Silvia Intxaurrondo a Ignacio Escolar, pasando por Àngels Barceló y el Gran Wyoming, estarán completamente de acuerdo con lo que sea que se le pase por la cabeza al presidente. Sin fisuras, como el ridículo espectáculo norcoreano, uno más, que nos brindó el Grupo Parlamentario Socialista cuando aprobó el indulto al golpismo catalán.
Sánchez y su partido han lanzado una campaña desde el poder contra los medios de comunicación desafectos, amenazándoles con todo el peso del BOE. Pseudomedios, les llaman, que difunden bulos, acusan. Alguno habrá que lo haga, pero el problema no es ese; al gobierno le encantan los bulos, siempre que los difundan ellos. Simultáneamente los jueces que osan investigar a los familiares presuntamente corruptos de Pedro Sánchez son objeto de una campaña despiadada de señalamiento desde los medios afines, que han asumido como propio el argumentario de Sánchez de por qué sus familiares tienen problemas en los juzgados. Un cuarto de millón de euros al año es lo que la TVE sanchista le paga a Silvia Intxaurrondo como presentadora estrella, y ella lo agradeció firmando un manifiesto delirante de apoyo al presidente cuando imputaron a Begoña Fundraiser. El pedrodismo, esa rama de la información dedicada 24/7 a difundir sin filtros el argumentario gubernamental, ha decidido que la noticia no es que imputen a la mujer del presidente y a su hermano, sino el terrible enfado de Su Sanchidad con los jueces y los medios díscolos.
Está mal señalar, pero está mucho peor dejar que te señalen sin motivo. Las continuas barrabasadas de Sánchez, su degradación sistemática de la democracia, su asalto sin precedentes a todas las instituciones y la conversión desacomplejada de los servicios públicos, del CIS a TVE, en meras sucursales de partido de estricta obediencia presidencial, jamás habrían sido posibles si la mayoría de la prensa, ese cuarto poder, no hubiera dimitido de sus funciones y se hubiera convertido tan jubilosa como dócilmente en un felpudo para que el presidente se limpie la mierda de los mocasines al bajarse del avión oficial. El poder no debe señalar a quien le es desafecto, pero los ciudadanos no sólo podemos, sino que tenemos la obligación moral de apuntar a quienes decidieron dimitir del periodismo para convertirse en propagandistas; no podemos tolerar que el relato del sanchismo lo elaboren supuestos comunicadores que llevan cinco años sin difundir una sola idea que no hubiera firmado gozoso el departamento de prensa del PSOE.
Fidel Castro tenía razón. La historia, los historiadores, le absolvieron, al menos una parte importante de ellos. Cualquiera que haya pisado una facultad de Historia sabe hasta qué punto la historiografía cojea del pie izquierdo. Lo gracioso es que la frase en cuestión jamás se pronunció en el juicio. Pero pasó a la Historia como si hubiera sido así, porque lo importante no son los hechos, sino el relato. No dejemos que los pedrodistas nos lo roben.