
Es cierto que en la obra de Maquiavelo El Príncipe no se encuentra la frase literal de que "el fin justifica los medios", pero también es verdad que este aforismo, asumido en su fórmula negativa por muchos tratados de moral, bien podría ser un resumen de la estrategia política planteada por el autor de ese libro. Ya decía el filósofo norteamericano John Senior que una de las peores plagas que han destruido la cultura cristiana en el mundo moderno ha sido el convertir los medios en fines. Muchos viven para comer, para el placer, para el dinero o para el trabajo… Las personas son fines, que deberían amarse y respetarse; mientras las cosas deberían ser medios para usarse. Pero con demasiada frecuencia pervertimos este orden, llegando a crear una sociedad donde, como decía Thomas Eliot, el hombre "cambia de cosas creyendo que así no es necesario cambiarse a sí mismo".
Si en los planteamientos de la así llamada Realpolitik, algunos incluso darían su condescendencia a las licencias que pudiera tomarse algún político cuando busca con sinceridad la paz y el bienestar de sus gobernados, nunca le perdonarían aquellas cuyo único beneficio fuera la consecución de sus intereses personales. Y menos aún, si en el colmo del cinismo, justificara el uso de la mentira, la manipulación e incluso el delito nada más que para obtener o mantenerse en el poder. Tal parece nuestro panorama político actual, donde algunos gobernantes no respetan límite alguno con tal de perpetuarse en el poder como soberanos absolutos. Primero se presentan como servidores de la patria, pero terminan sirviéndose de todos para sus propios objetivos. Casi el único valor que conservan es el del amor incondicional a su familia, porque no pierden oportunidad para colocar y enriquecer a todo familiar o compadre cercano.
Este Príncipe no tiene escrúpulos para usar y abusar de quien sea para lograr sus propios intereses. Su instinto dictatorial encuentra siempre una manera de saltarse la separación de poderes que caracteriza cualquier sistema que se precie de llamarse democrático. Ajusta mañosamente las leyes a golpe de decreto, justificando incluso los delitos a cambio de votos y favores. Amenaza a quienes no se dobleguen a sus tácticas y caprichos, sofocando cualquier atisbo de libertad y neutralidad. Convierte en enemigo por eliminar a todo adversario político o socio que ya no le sea útil.
Ya comenté en un artículo previo sobre la lucha del príncipe de este mundo que el análisis de política actual ya no responde a los desfasados esquemas de derechas o izquierdas, sino que hemos entrado a un nuevo episodio de revolución y contrarrevolución. Se acerca más a una lucha espiritual entre los que buscan la paz y el enfrentamiento sistemático. El "diá-bolos", es etimológicamente el que se dedica a dividir, acusar, levantar muros y crear facciones. Parecería que hay que prolongar la guerra —no importa que la llamemos civil o mundial—, hasta que la narrativa otorgue la victoria a los vasallos y peones del Príncipe. A su servicio vuelven a escucharse descalificaciones entre radicales, declaraciones de amnistía a los amigos imputados, amenazas a la prensa libre y comisiones para juzgar a jueces y fiscales.
"Todo esto te daré si te postras y me adoras" (Mt 4, 8) le propuso el demonio a Jesucristo en el desierto, susurrándole al oído el camino para no ser considerado un derrotado, un fracasado en su misión. Es la misma tentación de Nietzsche, de Fausto ante Mefistófeles, de Belcebú en su arenga del paraíso perdido de Milton. Incluso algunos discípulos dudaron antes de recibir la misión de Cristo ascendiendo a los cielos: "Dios me ha dado autoridad plena sobre cielo y tierra. Id, pues y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19).