
Si hay un partido que no se parece a Vox en ese heterogéneo cajón de sastre de la nueva derecha alternativa, surtido de radicalidades iconoclastas que va de Trump, Milei y Bolsonaro a Orban, Meloni o Le Pen, ese es el antiguo Frente Nacional, una marca ahora suavizada y pulida de aristas guerreras vía su nuevo bautismo como Agrupación Nacional. De hecho, son dos formaciones políticas tan distintas y distantes que lo difícil es encontrar algún elemento compartido entre ambas, algo que vaya un poco más allá de su común afición por la demagogia apocalíptica, la brocha gorda discursiva y el abuso de la testosterona aplicada a la teatralidad gestual.
Porque, dejando a un lado el parentesco evidente en la forma, el fondo de los de Abascal y Le Pen resulta no sólo bien diferente sino casi opuesto; y de ahí que no quepa especular con ningún tipo de traslación de los resultados de Francia a este lado de los Pirineos. Son tan distintos, entre otras razones, porque también España y Francia son muy distintas. Francia, nación que siempre había sido rica, lleva un par de décadas descubriendo que cada vez lo es menos. Por su parte, España, un país que siempre había sido pobre, ha logrado autoconvencerse de que ahora es rico, aunque sin demasiadas razones objetivas para ello.
La extrema derecha francesa, igual que la italiana, es nacionalista, soberanista, intervencionista y estatista porque atribuye su muy acusada decadencia nacional al creciente poder de la Unión Europea como última instancia de poder en la toma de las decisiones económicas. En sus antípodas, el pensamiento económico de Vox no se distingue en casi nada sustancial del propio del Partido Popular, quien a su vez comparte el mismo europeísmo convencional y tópico de Macron. En ese plano, el del modelo económico y social, procede admitir que Le Pen es mucho más fiel a las posturas clásicas de la extrema derecha de la década de los 30, visceralmente antiliberal, que Vox en España. No sé a qué viene, pues, tanto entusiasmo por un éxito tan ajeno.
