
Hubo un tiempo en que los medios de comunicación ganaban dinero. Unos más que otros. En los años 90 yo fui delegada en Madrid del diario Avui, diario entonces catalanista (todavía no se exigía ser independentista para trabajar allí), creado por suscripción popular en 1976 y que, aunque nunca ató los perros con longanizas, ni siquiera con el olor de las mismas los habría podido atar de no entrar al trapo casi en seguida la publicidad institucional de la Generalitat controlada por Jordi Pujol. Y de alguna que otra empresa amiga, ya me entienden. Aun así, el Avui se mantenía en un estadio menesteroso crónico que los alegres progres de la época atribuían al "caprichito botiguer" de querer hacer prensa en catalán. ¿Cómo hemos cambiado, eh?
Trabajar en el Avui significaba ir con libreta y boli cuando los otros periodistas ya llevaban todos ordenador y enfrentarse a escenas dignas del Lazarillo de Tormes. Una vez se consideró oportuno que servidora se desplazara de Madrid a Bilbao para cubrir un acto allí de José María Aznar. Tuve que ir y venir en autobús. No de campaña: de línea. El entonces director de Avui me impuso un presupuesto tan estricto que llamé a una amiga radicada en Bilbao para pedirle coordenadas de hostales de mala muerte donde pernoctar. Ella, conmovida y espantada, lo comentó con su jefe, en aquel momento líder y candidato de los socialistas vascos: Nicolás Redondo Terreros. Nicolás me conocía y parece ser que hasta me apreciaba, porque en un acto de rara generosidad por encima de las siglas, autorizó que yo me alojara gratis con ella en su habitación del hotel Ercilla sufragado por el PSE.
Estaba yo acabando de escribir y de mandar la crónica a toda leche cuando me llamó una compañera de la SER para invitarme a ir a cenar con ella "y mis amigos de El País" en cuanto acabara. Yo, que había ido mentalizada para alimentarme de bocadillos, sopesé si unirme: ya que no tenía que pagar hotel, ¿podía a lo mejor pagarme una cena caliente con los compañeros? Me constaba además que en la SER pagaban mal, muy mal (más con prestigio que con dinero, ya me entienden…), con lo cual nuestros presupuestos igual no estaban tan alejados. El problema eran "sus amigos de El País". Esos iban tumbando tarjeta de empresa como si no hubiera un mañana. De todos modos, dado que yo, con suerte, llegaría a los postres —razoné—, seguramente podría mantener acotados mis consumos. Fui.
Efectivamente, llegué a los postres. Creo recordar que por toda cena ingerí un flan. Trajeron la cuenta y casi me desmayo: 4.000 pesetazas de la época. Me quedé quieta y muda esperando que alguien en buena lógica dijera: "no, mujer, tú paga menos, que casi no has comido". En lugar de eso, me mira la de la SER toda angelical ella y me pregunta: "¿Me puedes dejar 2.000 pelas, que no me llega?".
No sé si los empleados de las grandes cabeceras seguirán en ese plan. Pero ya les digo que, si siguen, no lo pagan con los beneficios de sus empresas, ni con sablazos a los colegas, sino con la publicidad institucional que hoy ya no es que sea la guinda del pastel: es que es el pastel entero. Los medios de comunicación simplemente ya no ganan el dinero que ganaban. Los que tienen más influencia paradójicamente pueden ser los más yonquis de la subvención pública, porque suelen tener muchos, muchísimos trabajadores y, como pueden ver, muy bien acostumbrados.
Con todo esto quiero decir que desconfíen de todos los intentos de "regular" la publicidad institucional del poder. Nunca son inocentes. Ni siquiera si presumen de transparencia. En Cataluña, por ejemplo, con gran esfuerzo se consiguió hacer públicas las memorias de los ayudas de todas las Administraciones a todos los medios, digitales y redes sociales incluidos. Se sabe. Y qué. Se sabe a toro pasado, sin debate previo posible, y el impacto en el público es calculadamente inane. Mientras, la precariedad empresarial y profesional alcanza cotas estremecedoras de dependencia, obediencia debida y ciega desinformación. Cualquiera muerde la mano que le da de comer… o que tienes la esperanza de que te dé algún día.
Nada más faltaba lanzar a unos a fiscalizar a otros, es decir, estimular el canibalismo en plan La sociedad de la nieve. Insisto: aunque será cierto que habrá medios con más ayudas que lectores, ¿quién nos asegura que la calidad informativa depende de la cantidad? Y por otro lado, ¿no es lógico deducir que las plantillas más masivas son las que necesitan más pasta, las menos capaces de pasarse sin la subvención? No seamos ingenuos, por favor. Triste es pedir, pero más triste es desinformar, porque informar sale demasiado caro. Cuando tienes que elegir entre que te lean y que te paguen, ya estamos todos muertos. De asco.