Hay quien dice que estamos viviendo un segundo proceso constituyente. También podríamos interpretar que la Transición nunca ha estado terminada porque ha estado evolucionando, como un fuego subterráneo alimentado de resentimiento, siguiendo dos parámetros dominantes en su propia estructura constitucional: el artículo dos y la disposición adicional primera. El artículo dos habla de "el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones". La disposición adicional primera de que "La Constitución ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales".
La concesión a Cataluña de una independencia fiscal al estilo de la que goza el País Vasco supone al tiempo un triunfo y una derrota para España y la Constitución. Un triunfo porque implicaría que los catalanistas se rinden a la evidencia de la indisolubilidad del Estado español. Pero un triunfo pírrico para los constitucionalistas, porque también es una derrota, ya que significa que se reconoce que la Nación española no es el soberana. A partir de ahora, los nacionalistas catalanes harán con total legitimidad lo que hasta ahora hacían con algunas resistencias: echar a España y todo lo que les parece "español" fuera de Cataluña.
De esta manera tendremos dos tipos de autonomías: las privilegiadas, configuradas como nacionalidades, y las que solo son consideradas regiones, meras variaciones castellanas con folclore ad hoc. Los líderes de las primeras serán de facto gobernadores de un estado cuasisoberano en el País Vasco, Navarra y, ahora, Cataluña; los de las segundas, una especie de directores de una sucursal del gobierno central.
Cuando el 25 de septiembre de 1978 se aprobó el artículo 2° de la Constitución en el Senado (16 votos en contra, 11 abstenciones y 140 a favor. 81 senadores se ausentaron), dos intervenciones destacaron. Julián Marías propuso "regiones y países" en lugar de "nacionalidades y regiones" porque, argumentó, el término "nacionalidad traerá graves problemas y no producirá ventajas para nadie". Acertó en lo primero el filósofo, se equivocó en que para algunos, vascos y navarros, ha traído grandes ventajas a través de la excepcionalidad fiscal.
El sistema de autonomías podría haber sido garante de eficiencia y solidaridad si se hubiese interpretado en clave cuasifederal. Pero la disposición adicional segunda para vascos y navarros introducía una cuña confederal que ha ido abriendo un espacio cada vez más grande entre españoles. Algo que en aquella reunión del Senado defendió Bajo Fanlo, del PNV, argumentando que el Estado español (fíjese que obvia "España") se fundamenta en "la Confederación de las naciones que la integran". Estaba pensando el vasco en cuatro: Euskal Herria, Cataluña, Galicia y Castilla extendida (vulgo: el resto de España). Seguía advirtiendo que "sin perjuicio del derecho a la libre autodeterminación", por si acaso a alguien se le ocurriese reivindicar la igualdad entre las regiones y los ciudadanos para que fuesen igualmente libres. Advertía así el vasco a andaluces, murcianos, riojanos y otros "regionales" que aspiraban a ser también ellos, qué atrevidos e insolentes, "nacionalidades". Sin embargo, los andaluces reclamaron "café para todos", en expresión de Clavero Arévalo, tan desvergonzados entonces como ahora, al parecer, domesticados y dispuestos a servir el café a sus señores del norte.
Con la conversión de España en una confederación se salva la contradicción de considerarla una y múltiple en cuando a la soberanía. Lo que ganamos en paz lo perdemos en justicia. Tendremos más orden, pero también más desigualdad. Se aleja el fantasma de la independencia al precio de consagrar a ciudadanos de primera y de segunda. La construcción de este nuevo Estado confederal implica la destrucción de la vieja nación España. Más pronto que tarde, la selección española será desmembrada en compartimentos locales, con Cataluña enfrentándose a Andalucía por los dineros y los goles. Le confesaba Juan Belmonte a Manuel Chaves Nogales que los socialistas serían los que acabasen con la tauromaquia. Las corridas de toros resisten, por el momento. Con lo que han terminado los socialistas ha sido con España. Decía el conservador Joseph de Maistre:
En el mundo, no existe el hombre. A lo largo de mi vida, he visto franceses, italianos, rusos. Sé incluso, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa; pero en lo que se refiere al hombre, afirmo que no lo he encontrado en toda mi vida; si existe, no es a sabiendas mías.
De lo que se trata hoy de la mano del PSOE, PNV, Junts, ERC y Bildu es de que haya catalanes, gallegos, canarios… pero ni un solo español. Mientras se cantan las patrióticas victorias épicas y las derrotas líricas en las Olimpiadas, ¿quién interrumpe sus vacaciones mentales para manifestarse contra el último clavo en el ataúd de la Nación española?