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Santiago Navajas

Doña Rita, el hípster y la turismofobia

Cuando el hípster vuelve a su pueblo, llora por un pasado que no hizo nada por conservar.

Cuando el hípster vuelve a su pueblo, llora por un pasado que no hizo nada por conservar.
Europa Press

Una de las plagas contemporáneas más idiotas es la de los hípsters. Comenzó en la carretera con tipos como Jack Kerouac, la versión norteamericana de Rimbaud, es decir, como la Coca Cola respecto a un vino de Burdeos. Son burgueses que odian ser burgueses, por lo que se dedican a intentar vivir como si no fueran burgueses y denigrándolos, aunque no pueden vivir a más de treinta kilómetros de un centro comercial burgués porque colapsan sin leche de soja, albóndigas de tofu y muebles de Ikea. De vez en cuando, huyen del asfalto y la contaminación (así llaman a las ciudades) y se plantan en mitad de las Alpujarras como si fueran Gerald Brenan resucitado. Pero tras deleitarse con la contemplación del Mulhacén y el Veleta sacan a hurtadillas el móvil para ver si tienen cobertura 5G. Si sí, respiran aliviados. Si no, y a la altura de Cádiar y Torvizcón suele pasar que no, elevan su Apple o Samsung al cielo agitándolo como si estuvieran saludando a Pachamama.

Dicen adorar a la "gente del campo", una visión idealizada y bucólica de lo que ellos piensan que es un campesino o un pueblerino de toda la vida, aunque en el fondo los temen y los desprecian a partes iguales: el tipo de aldea sí que está en contacto directo con la naturaleza, es primitivo y salvaje, rudo y directo, de una manera que les ofende. El pueblerino es antiguo, el hípster es vintage. Por supuesto, Rimbaud, que era primitivo y salvaje, rudo y directo, como de papel de estraza, se mearía en nuestros hípster de papel couché.

Uno de los rasgos más definitorios del hípster es que no soporta el turismo. Al menos, lo que se considera turismo de masas, porque él se ve a sí mismo como un turista de élite. No de élite económica, que esos son de derechas, sino de la única élite que vale la pena y de la que él es el más digno representante, la élite cultural. Frente al turista facha, él se considera un turista progre, en su jerga, un viajero. Por lo que escucha en Spotify lo conoceréis, mucho indie, a ser posible en catalán, algo de rap, a ser posible en francés, y nunca se rebajará al reguetón salvo que tenga una dimensión irónica y con guiños, así lo llaman, a la denuncia social, pongamos Rosalía y C. Tangana. En este caso no tienen más remedio que tragar con el español (siempre lo llaman "castellano"). Flipan tanto con la Niña de los Peines como con el Niño de Elche porque les encanta la fusión pero también porque son patéticamente infantiles.

Todavía disfrazado con la vestimenta típica de Malasaña (bigotillo, shorts y sandalias) el hípster recuerda las calles de su infancia y se rasga la camisa como Camarón, aunque la del genio gaditano no era una Zadig & Voltaire de 200 euros, porque un establo donde había burros y gallinas ahora es un apartamento con candado tipo Airbnb. Seguramente, viene ahora de Budapest o Bolonia donde se ha alojado en un Airbnb pero recuerdo que él lo hace autoconsciente (es su expresión) de ser un viajero cosmopolita que lleva en el Kindle algún libro de Harari o de Byung-Chul Han para renegar de la sociedad alienada del capitalismo que nos oprime. Se teme que por la subida del precio de los alquileres se tendrá que mudar a Carabanchel o, Pablo Iglesias no lo quiera, a Vallecas. Por cierto, lleva unas sandalias de ante Birkenstock de otros 200 euros gracias a las cuales podemos apreciar la fina pedicura vietnamita que le han hecho en Hanói. Secretamente, desea volver cuanto antes a Malasaña donde un día come poke bowl y al siguiente se le puede ver en Honest Green. Eso sí, de vez en cuando echa una cana gastronómica al aire y se pone ciego con una ración de torreznos. Tiene reserva para dentro de nueve meses en el DiverXo de David (perdón, Dabiz) Muñoz, que ha subido el menú a cuatrocientos cincuenta euros porque sabe que un hípster para estar a la última es capaz de vender a su madre en el Rastro, otro emblemático lugar de rancio abolengo que se ha hipsterizado.

Nuestro pintoresco hípster malasañero de vuelta a sus orígenes se escandaliza por los influencers que se hacen selfies junto a los lugareños y jura en plan Escarlata O’Hara que él jamás pertenecerá a las hordas de turistas (llama así a los viajes organizados que hacen el turismo asequible, a los obreros, jubilados y gente así que no tienen la menor idea que quién coño es Gojira o que jamás se plantearán ir al Mad Cool Festival porque no saben ni que existe). Como ha leído a Pierre Bourdieu, se pretende un progresista a fuer de conservador, es decir, que lleva tatuajes esotéricos mientras reivindica un parque temático de lugareños fosilizados. Vota a Isabel Díaz Ayuso en Madrid pero reivindica a los de la butifarra y la barretina en el pueblo al que va a recargarse las pilas en agosto.

Comparad al típico hípster plastificado con una albaicinera auténtica y veréis la diferencia entre la impostura de la turismofobia y la realidad de barrios como el Albaicín. Por ejemplo, doña Rita, la última vecina de las antiguas que quedan en el mítico mirador de San Nicolás enfrente de la Alhambra y Sierra Nevada. Nació en 1930 y hasta los años 70 había más pavos, conejos y gallinas en sus calles empedradas que turistas, hípster y segways. No había ni un bar porque el granaíno típico no pasaba de la Gran Vía. El Albaicín se consideraba que era solo para trabajadores pobres que tenían que sufrir sus cuestas empinadas y gente muy rica que podía permitirse carmenes con piscina y vistas al palacio nazarí.

Pero a doña Rita no le molesta el turismo. Todo lo contrario:

Dejan dinero y eso es bueno. Lo que no me gusta es la gente fea. Y en el mirador hay gente fea. La gente era más sana antes. Los vecinos de ahora son buena gente pero ya no hay la relación de vecindad que había antes.

Podemos imaginar a doña Rita sentada en su ventana mirando a los multiétnicos y multiculturales turistas asomarse a la Torre de la Vela, mientras los gitanos del Sacromonte montan un espontáneo tablao flamenco bajo su balcón para sacarse un dinerillo gracias a alemanes, japoneses, madrileños y gente así, porque jamás les darán un euro los malafollás indígenas, tradicionalmente de la hermandad del puño cerrado.

Ahora que se ha puesto de moda entre la izquierda chic la turismofobia, la última vecina del mirador de San Nicolás, ocho apellidos albaicineros, nos reconcilia con lo que es la primera industria de España que tratan de destruir los mismos que odian el progreso, reaccionarios de izquierda y abominan de su patria, afrancesados acomplejados. Cuando el hípster vuelve a su pueblo, llora por un pasado que no hizo nada por conservar. Todavía peor que la hipocresía es la frivolidad con la que expone un compromiso inexistente. Los auténticos lugareños quieren más turistas adinerados y menos hípstersllorones.

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