Leo en un periódico progre que hay pocas ideas más fascistas que aquella según la cual "los migrantes deben integrarse". Lo que demuestra una vez más que lo progre no es sino la deformación caricaturesca y tóxica del auténtico progresismo. El autor no distingue entre asimilación, integración y guetificación. La asimilación consiste en obligar al inmigrante a despojarse de todas sus costumbres, convirtiéndose en una mala fotocopia del nativo. La guetificación, en el extremo opuesto, lleva al inmigrante a vivir en una burbuja identitaria al margen de los usos locales. Por el contrario, la integración trata de injertar al inmigrante en el tronco común del país de acogida, de modo que suponga un enriquecimiento para ambos modelos, primando la convivencia y el respeto, así como las normas constitucionales, pero asumiendo la primacía de lo nacional sobre lo extranjero. Vamos, el clásico refrán cervantino "Cuando a Roma fueres, haz como vieres" (El Quijote II 53) aplicado con prudencia y sentido común. No es cuestión de que un español llegue a Roma y trate de que los italianos hagan la salsa carbonara con nata en lugar de mantequilla. Tampoco es cuestión de exigirle a un iraní que llegue a España que se coma un plato alpujarreño (morcilla, chorizo, lomo y huevo frito) para que se asimile al gusto local, pero sí que abandone ipso facto cualquier idea y costumbre que pueda haber adquirido de su cultura islamista respecto al tratamiento discriminatorio hacia mujeres y homosexuales.
Ceuta es un magnífico ejemplo de integración. En diez minutos de paseo por la ciudad hispano-africana se pueden admirar templos cristianos, judíos, hindúes y musulmanes, de la catedral de la Asunción a la mezquita Qubaâ pasando por la sinagoga Bet-El. El templo hindú resalta por el color miel de su fachada de granito, con representaciones de varios dioses. El granito proviene de la India, pero la fachada la esculpió en Málaga un artesano ceutí originariamente español siguiendo las reglas del estilo neo-védico.
En su puerta destaca el símbolo dorado Om, la sílaba sagrada que representa la unidad de lo físico y lo espiritual con lo supremo. Mientras hago fotos, un señor en la puerta me invita a pasar y compartir con ellos la celebración. ¿Por qué no? Me descalzo y paso a una estancia flanqueada de mullidas sillas verdes, con lámparas colgadas del techo y unos carteles en las que están escritas algunas enseñanzas de la sabiduría religiosa india. Esta de aroma spinoziano integra la sabiduría india que empiezo a conocer con la europea en la que me he formado:
Aquel que ni odia ni desea los frutos de sus actividades es conocido como alguien que siempre es renunciado. Esa persona, liberada de toda clase de dualidades, supera fácilmente el cautiverio material y se libera por completo.
Me fascinan los altares, cuatro, en los que están representados varios de los dioses hindúes vestidos en riquísimos ropajes de un colorido flamígero y todos ellos con una sonrisa beatífica algo más irónica y vital que las de las figuras etruscas. Las combinaciones de los brillantes colores son arriesgadísimas, pero resultan milagrosamente armoniosas, solo al alcance en Occidente de un Tiziano o un Versace. Las sonrisas de los dioses y la belleza de sus representaciones, junto a la tranquilizadora salmodia de los cánticos, muestran que la imaginación estética y el poderío conceptual de los hindúes son un valor añadido para Ceuta y España.
Los hindúes no han hecho el más mínimo caso al progre que ve fascistas por todos lados y se han integrado maravillosamente en la ciudad española. Me cuentan los mayores que vinieron hace cuarenta años de Bombay mientras me explican que al lado de Ganesha, Parvati y Shiva hay sendas imágenes de la Virgen de África, patrona de Ceuta, y de la Virgen del Rocío. Me dicen mis amables anfitriones que los hindúes son en realidad monoteístas ya que creen que existe un único dios, Brahma, aunque con diversas manifestaciones. En el panteón hindú hay millones de representaciones diversas de dios, por lo que las imágenes de otras religiones también son bienvenidas y respetadas en cuanto que manifestaciones de la misma divinidad. No puedo sino aplaudir semejante eclecticismo de integración porque la creencia en una divinidad común implica una creencia en una naturaleza humana también compartida, el factor antropológico decisivo para apostar por la integración de diversas culturas particulares en una sola civilización humana. Lo que a su vez lleva a defender unas reglas universales superiores a las normas comunitarias, por lo que estas han de amoldarse a consideraciones racionales que cualquiera puede entender.
Si esto es fascismo, Kant es un fascista. Pero, por supuesto, esto no es una idea fascista sino liberal y progresista, por mucho que repela a los relativistas del multiculturalismo y el comunitarismo de la identidad que enclaustran a los individuos en identidades cerradas e incomunicadas que se odian y combaten entre sí.
A unos pocos kilómetros, cientos de chavales magrebíes asaltan Ceuta por la playa de Tarajal embutidos en trajes de neopreno y con móviles a través de los que cuentan sus "hazañas" huyendo de la Guardia Civil a través de TikTok. Su grito de guerra es "Haraga" que simboliza la quema de documentos para no poder ser identificados. Esta inmigración irregular ha llevado a la ciudad autónoma a una tensión insoportable tanto por la carencia de medios materiales como por la amenaza de ser el objetivo de un tsunami devastador como consecuencia del efecto llamada de unas medidas de puertas abiertas llevadas a cabo por políticos irresponsables que no sufren en sus palacetes de oro, sus parlamentos fortificados y sus urbanizaciones alejadas de los centros de acogida de "menas" la falta de integración que promueven sus intelectuales de guardia.
Una política de inmigración racional acorde con una estrategia de integración es también para el progre habitual y el conservador acomplejado una idea fascista. Pero dejaremos esta para otro artículo. Anteriormente, me había despedido en el templo a la hindú, con una leve inclinación juntando las palmas de las manos y musitando "Námaste" ("mi alma honra vuestra alma"). Me regalan unas frutas y unas galletas cocinadas por ellos con aroma a agua de rosas. Námaste, estimado lector.