Ciudad de México, la capital de uno de los países más fascinantes del mundo, es el ejemplo paradigmático de cómo la memoria histórica se convierte en manos de la izquierda en adoctrinamiento político que lleva a las masas a un ejercicio histérico de memez, resentimiento vital y servidumbre involuntaria. López Obrador y Sheinbaum son la plasmación norteamericana de lo que en España sufrimos, en términos de manipulación de la historia para promover la polarización política y el envenenamiento social, con los Sánchez, Zapatero, Rufián, Errejón…
Cuando visité Ciudad de México en octubre pasado, gracias a la generosidad del Centro Ricardo B. Salinas Pliego y el jurado que me concedió el segundo premio de su concurso de ensayo "Caminos de Libertad", comprobé que era un país con una vitalidad deslumbrante pero sometido a una ceguera amputadora. En la avenida principal de la ciudad, el Paseo de la Reforma, se suceden monumentos entre los que destacan los dedicados a Cuauhtémoc y a la Independencia. El primero, dedicado al último rey azteca, está realizado en un estilo artístico occidental, que denota que el homenaje es más impostado que real. México es un país de cultura fundamentalmente cristiana y española donde el indigenismo es más bien un postureo donde los criollos hegemónicos, la casta dominante extractiva del país desde la independencia junto a los narcotraficantes, han encontrado en lo que ahora denominan "pueblos originarios" la cortina de humo perfecta para seguir su labor de latrocinio de las riquezas del país.
En la base del monumento a Cuauhtémoc se lee "A la memoria de Cuauhtémoc y de los guerreros que combatieron heroicamente en defensa de su patria". Lo que no es discutible, pero sí matizable. Porque la patria de Cuauhtémoc no era México, un país que no existía, y a quienes combatían fundamentalmente eran otros guerreros mexicas pero de otros pueblos, fundamentalmente los tlaxcaltecas, que se levantaron contra los sanguinarios explotadores que los tenían aterrorizados y esclavizados a mayor gloria de los dioses de una de las religiones más crueles que jamás ha creado la imaginación humana.
Por tanto, los mexicanos que han elevado a los altares patrióticos a unos guerreros de su pasado previo a la llegada de los españoles, pero no a otros, le deben una disculpa a los que son los más genuinos creadores de la patria mexicana, de Malinche a Maxixcatl, la mujer que amó Cortés y el rey que se alió con el conquistador extremeño, el cual lloró la muerte de su aliado durante el sitio a Tenochtitlan. México es la fusión de elementos culturales de ambos lados del Atlántico, pero por el lado estrictamente americano son Malinche y Maxixcatl más auténticamente mexicanos que Moctezuma y Cuauhtémoc. Lo que no implica que haya que olvidar a estos, pero sí situarlos en el horizonte más amplio de la guerra civil que enfrentaba a los diversos pueblos mesoamericanos cuando llegaron los españoles, que pusieron fin a los enfrentamientos y encauzaron al país hacia el nuevo sendero de formar parte de España, primero, y más tarde la independencia respecto a la metrópoli.
Una vez que los mexicanos reconozcan que son tan hijos de Cortés como de Cuauhtémoc podrán conducir todo su potencial y su riqueza, que hoy roban los que les lavan el cerebro y los envuelven en una espiral de violencia, para reconciliarse con los españoles en particular y todos los hispanos en general para reconstruir lo que debería ser un imperio cultural, económico, democrático y social a ambos lados del Atlántico. Líderes como el español Felipe VI, el chileno Gabriel Boric y el uruguayo Luis Lacalle están por la labor. No por casualidad representando a los únicos países hispanos que gozan de democracias plenas y no de Estados fallidos y dictaduras más o menos invisibles como México, Venezuela y Nicaragua.
En los quioscos de Ciudad de México vendían peluches de López Obrador como si fuera el mago de Oz. Al final del libro de Frank Baum y la película de Fleming, Judy Garland descubre que el presunto mago no es más que un sinvergüenza que usa trucos para engañar a todo el mundo. ¿Hasta cuándo seguirán los mexicanos soportando a caníbales políticos como López Obrador y Claudia Sheinbaum que devoran su espíritu? Parafraseando a Ortega y Gasset en su llamamiento a los argentinos cuando estos empezaban a deslizarse al abismo del populismo y la autodegradación: ¡mexicanos, a las cosas, a las cosas!
Otro monumento destacable de Ciudad de México es la estatua ecuestre de Carlos IV de España (más conocida como "El Caballito"). Gigantesca elaboración de cobre de más de diez toneladas que fue escondida durante la etapa de la independencia para que no fuera destruida por las masas agitadas de fervor antiespañol. Hoy día ocupa un lugar principal pero con una explicación vergonzante "México la conserva como un monumento al arte". Esperemos que llegue el día que todos los mexicanos, no solo los que desde Sor Juana Inés de la Cruz a Octavio Paz nunca odiaron a España, se pongan de acuerdo para sustituirla por un cartel que diga "México la conserva como un monumento a la amistad con nuestros hermanos españoles, aliados en la tarea de futuro de una democracia ejemplar y una economía próspera a hombros de los gigantes que pusieron las semillas de lo que somos y que nos comprometemos a no traicionar ni envilecer con rencillas tóxicas".