
"Se encenderán hogueras por afirmar que dos y dos son cuatro. Se desenvainarán espadas para probar que las hojas son verdes en verano". La cita es de Chesterton y es difícil no acordarse de ella prácticamente a diario. Mi hoguera de hoy es esta: estar obeso es malo. Objetivamente. No es una cuestión de opiniones, como no está sometido a juicio lo dañino de fumar o de beber a diario. Es malo y punto. Incrementa las probabilidades de padecer todo tipo de desgracias, desde infartos a cáncer, pasando por no caber en el asiento del autobús, que no es en sí una desgracia, pero da un poco de vergüencita, la verdad. Sin embargo, en el mundo que nos ha tocado vivir esta afirmación tan sencilla y obvia, "estar obeso es malo", suele comportar acusaciones de gordofobia, la típica palabra-policía con la que se escenifica la renuncia a la argumentación.
Igual que los negros pueden usar la N-Palabra sin que les escracheen porque para eso son racializados, yo, que soy usuario habitual de los extensores de cinturón en los aviones y que si me subo a una moto soy el que más pesa de los dos, puedo hablar de gordos sin demasiado reparo. Hace una década que el Channel 4 británico emitió Secret Eaters (Comilones en secreto), una serie de documentales en los que, al más puro estilo Gran Hermano, se sometía a una estrecha vigilancia a una pareja de personas con sobrepeso para detallar sus hábitos alimenticios. Cada capítulo era muy parecido; los protagonistas detallaban lo que ellos consideraban la causa de su obesidad: la menopausia, la edad, la ansiedad, el estrés, y un largo etcétera. Durante una semana se vigilaba todo lo que comían, tanto dentro como fuera de la casa en la que se alojaban, que estaba infestada de cámaras de las que tenían conocimiento los observados. El patrón era siempre parecido. Meriendas a deshoras, picoteos sin venir a cuento, visitas compulsivas a la nevera, comida basura a domicilio y, por supuesto, sedentarismo, un día en el sofá y el otro lo mismo. Al final de cada capítulo los protagonistas se enfrentan a la realidad de su dieta: comida que podría alimentar a Eritrea, calorías suficientes para hacer despegar un Jumbo, azúcar como para endulzar el Mar del Norte y más grasa que en el motor de un John Deere. Todos los concursantes tenían una cierta idea de que no estaban llevando una dieta correcta, pero ponerles números delante, cuantificar los miles y miles de calorías completamente innecesarias en ingestas compulsivas y a deshoras es otra cosa. No es el estrés. Son los ganchitos.
Adelgazar es, en esencia, una cuestión de matemáticas. Tienen que salir más calorías de las que entran. Es así de sencillo. Por supuesto, llevarlo al mundo real es un par de órdenes de magnitud más difícil que escribirlo en un papel, pero eso no cambia lo fundamental del asunto: hay que incrementar la salida o reducir la entrada de calorías, idealmente ambas. Comer menos y hacer ejercicio, en resumen. El agua moja, la luna no está hecha de queso, y esto. En junio del año pasado se hizo viral un vídeo grabado en la presentación de un libro sobre nutrición de la activista e influencer Mara Jiménez. El típico individuo que no-tiene-una-pregunta-sino-más-bien-una-reflexión se enzarzó en un toma y daca con la autora, que terminó con ella preguntando "Cuál es tu solución a la obesidad", y la respuesta de él fue "Dieta estricta y ejercicio", ante lo que la autora, indignada y entre risas del público, exigió a la seguridad de la librería que expulsara al preguntón.
La cosa es que el plasta de las preguntas insidiosas tiene razón, y la autora también, pero cada uno en lo suyo. Comer bien y hacer ejercicio es bueno. Simplemente. Lo cual no quiere decir que sea fácil. Y que sea difícil no quiere decir que sea imposible. Mi cita favorita de la Biblia es "No juzguéis y no seréis juzgados", y cobra un nuevo sentido cuando uno se la aplica a sí mismo. No sentirse mal por estar gordo es, también, objetivamente bueno. Hacer las paces con la imagen del espejo es necesario antes de ponerse a perder peso. Usamos la palabra adelgazar o la expresión porque es más corta que "abandonar hábitos, patrones y costumbres que son objetivamente perjudiciales para la salud y adoptar otros que nos benefician en el largo plazo" es extremadamente largo. Pero en muchos sentidos adelgazar es como dejar de fumar, con la dificultad añadida de que uno puede no comprar tabaco, pero comer hay que comer todos los días. No se trata tanto de dejar de hacer ciertas cosas un tiempo como de cambiar de hábitos para siempre, porque los que hay son malos para la salud. E igual que no hay nada de lo que avergonzarse en dejar de fumar una y otra vez (todos los exfumadores hemos estado ahí también), tampoco lo hay en estar gordo. No se cambia por vergüenza. Se cambia porque cada día en el que uno lleva una mochila en el vientre más pesada que la de los soldados que desembarcaron en Normandía es una papeleta más para esmocharla antes de tiempo.
Dicho esto: condiciones médicas aparte, no es el capitalismo, es que te mueves menos que Ramón Sampedro. La responsabilidad individual existe. Adelgazar no es fácil, como no es fácil dejar de fumar, pero a diferencia de bajar el precio de los pisos o de que te haga caso tu crush, esto sí está en la mano de cada uno.