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Carmelo Jordá

La maldita Pachamama y otras cinco reflexiones sobre la tragedia en Valencia (y ninguna es política)

Más allá de la política, hay temas alrededor de lo ocurrido en Valencia que merecen una reflexión más profunda y con menos prejuicios de lo habitual.

Más allá de la política, hay temas alrededor de lo ocurrido en Valencia que merecen una reflexión más profunda y con menos prejuicios de lo habitual.
Europa Press

Como casi todo lo que pasa en este bendito país, la tragedia en Valencia se ha convertido en una batalla política en la que todos se acusan y nadie parece cumplir con sus obligaciones. Es obvio que la respuesta está siendo insuficiente y está agrandado aún más la dimensión de la tragedia que está superando todo lo que una sociedad como la nuestra puede esperar y es capaz de asumir.

Yo no quiero, en la medida de mis modestas posibilidades, contribuir a todo este circo político del que por desgracia no vamos a sacar nada en claro, me temo. Sin embargo, sí hay una serie de cuestiones de las que no se habla y que creo que merecen una reflexión, asuntos que no son políticos pero que sí son importantes a la hora de analizar lo ocurrido.

Las desgracias pasan

Los americanos usan habitualmente una expresión malsonante que resume una realidad ineludible de esta vida: "Shit happens", que se traduciría literalmente por "la mierda ocurre". Es una forma muy gráfica de decir que las desgracias, como diríamos aquí, pasan y su principal característica es que en muchas ocasiones son inevitables.

Tras unos 5.000 años de civilización y desarrollo –que parece mucho pero sólo es una pequeña fracción de nuestra existencia como especie – tenemos la sensación equivocada de que todo está bajo control. Y hasta cierto punto es normal que lo creamos ya que nuestra capacidad para enfrentarnos a los problemas es infinitamente superior a como ha sido durante toda la historia de la humanidad: no hace tanto te podías morir de la infección causada por un corte y ahora curamos decenas de tipos diferentes de cáncer.

Pero aun así, hay cosas de nuestras vidas que no controlamos, por supuesto como individuos, pero también como sociedad, y una de ellas es lo que la naturaleza nos hace algunas veces, sacándonos de nuestra confortable y un poco irreal burbuja y devolviéndonos a la condición de lo que, insisto, no hace tanto que dejamos de ser: un tipo extraño y asustadizo de mono.

La naturaleza no es buena, es mala

Y es que pese a que traten de convencernos insistentemente de lo contrario, la naturaleza es en muchas ocasiones una fuerza terriblemente destructora: los terremotos, las inundaciones, los huracanes o los tornados, por poner sólo algunos ejemplos, son fenómenos naturales capaces de llevarse miles de vidas por delante y que, de hecho, lo hacen con cierta frecuencia, aunque en nuestra pequeña parte del mundo tengamos la suerte de que no sea tan a menudo.

Hablaba antes de la historia aun corta de la civilización, que es básicamente la historia de la lucha del hombre contra los elementos, es decir, la naturaleza. Hemos avanzado en la búsqueda de cobijo frente al frío y el calor, de protección ante el viento, en la batalla contra las enfermedades, cuando tratábamos de alimentarnos durante todo el año, más allá de las estaciones e intentando paliar los efectos de las crecidas y de las sequías.

Hasta no hace mucho, todo el mundo tenía la conciencia de que la naturaleza en su estado más puro –un bosque, un río, un desierto, una montaña– era algo peligroso que convenía evitar. Ahora se nos trata de convencer de que el medioambiente es una especie de entorno moral positivo con el que hay convivir en armonía, que la Pachamama, como la llaman, es una fuerza benéfica que vela por nosotros y nos produce una elevación espiritual. Y no, la naturaleza es la enfermedad y la muerte y la Pachamama en cuanto te descuidas te jode vivo.

Tengo que hacer unos apuntes aquí. El primero: no, la culpa no es del cambio climático, pueden decirlo como quieran, puede repetirlo Sánchez tantas veces como aquello de que no iba a pactar con Bildu, pero inundaciones ha habido toda la vida y que llueva a mares en el Levante durante el otoño es como que salgan los níscalos en el bosque: algo que pasa casi todos los años. A partir de ahí la desgracia dependerá de que llueva un poco más o un poco menos, un poco más acá o un poco más allá y en más o menos tiempo, pero el fenómeno está ahí desde siempre.

Dos, la culpa tampoco es de la actividad humana, no. Si, es cierto que en puntos concretos un determinado problema urbanístico puede hacer que el desastre cause más muertes o más daños, pero por lo general el efecto de lo que hacemos los hombres –por ejemplo presas y cauces como el del Turia– es exactamente el contrario: gracias a ello evitamos auténticas masacres.

Y tres: con esto no quiero decir que tengamos que asfaltar el Himalaya, por supuesto que debemos que preservar la naturaleza allí donde vale la pena hacerlo. Hay muchas razones para ello desde las estéticas hasta las económicas, pero eso es una cosa y glorificar un estado de salvajismo y retorno a la cueva es otra muy diferente... y de las más estúpidas que se pueden hacer.

Todos creemos que a nosotros no nos va a pasar

Quizá por ese engaño sobre lo que es la naturaleza, quizá por esa falsa sensación de seguridad absoluta que nos da la civilización que nos rodea, llegadas estas situaciones de peligro todos pensamos que a nosotros no nos va a tocar, que esas desgracias que se ven en la tele sólo les ocurren a otros, que no pasa nada por bajar a por el coche, cruzar esa calle, atravesar ese puente que ya sería mala suerte que se cayese ahora...

Pero luego va y se cae.

Por favor, que nadie se tome esto como una crítica a las víctimas, no es eso porque no se trata de ellos: es que (casi) todos tenemos ese tipo de comportamiento y se ve cada vez que hay cualquier tipo de inclemencia meteorológica, aunque no resulte tan grave como esta DANA: ahí están los cientos de coche atrapados en la A3 cada vez que nieva o, si quieren un ejemplo un poco más intrascendente, vean los vídeos con imágenes de gente alcanzada por las olas cada vez que hay una tormenta.

Las alertas no alertan a nadie

Se ha debatido mucho sobre si se mandó a tiempo una alerta o no, por supuesto es un debate político cuyo único fin es poder cargarle los muertos a alguien, en este caso a Carlos Mazón, pero si de verdad alguien quisiese mejorar nuestra respuesta como sociedad a estas cosas la pregunta no debería ser si el aviso llegó o no o si lo hizo a tiempo, sino por qué nadie le hace ni puñetero caso a las alertas.

La primera razón la comentábamos antes y es que nadie cree que le va a tocar la china, pero creo que hay algo todavía más importante: nadie les hace caso porque nadie se las cree.

Y es comprensible, por un lado están los políticos que precisamente para salvarse de hipotéticas responsabilidades posteriores lanzan alertas como los Reyes Magos lanzan caramelos en la cabalgata: cualquier fenómeno atmosférico es anunciado como un apocalipsis inminente sólo para que al alcalde, consejero o presidente autonómico de turno no le pase, precisamente, lo que le ha pasado a Mazón.

Además, en esto, como en tantas otras cosas, tenemos buena parte de culpa los medios de comunicación, que en la carrera por el clic vendemos cada borrasca como si fuese el diluvio universal y le damos carácter de noticia ya confirmada a lo que muchas veces son tan solo pronósticos con un amplio margen de error.

Es una versión moderna del cuento de Pedro y el lobo: anunciamos tanto la llegada del desastre que cuando llega de verdad ya nadie nos cree, ni a los periodistas ni a los políticos.

Les contaré una cosa: mi mujer nació en Alfafar, ya saben que es una de las localidades afectadas, y tenemos allí familia y amigos. En estos días hemos hablado con muchos de ellos –afortunadamente todos están bien– y el comentario que más nos han hecho es que sabían que había una alerta "pero aquí no llovía". Así que como nos contaba una de nuestras mejores amigas, "la gente salió a pasear el perro".

Y repito: esto no es culpar a las víctimas que hicieron lo que habríamos hecho casi todos, lo sustancial aquí es cómo hacer que si nos llega una alerta sepamos qué riesgo real estamos corriendo y a qué nivel de peligro nos enfrentamos nosotros, no el político de turno.

¿DANA o gota fría? Cuidado con los cambios de nombre

Una interesante noticia de Libertad Digital nos explicaba estos días la diferencia entre una DANA y una gota fría, que era el término usado antes para este tipo de fenómenos meteorológicos, aunque según los expertos no son exactamente lo mismo.

Obviamente, yo no tengo ni idea de estas cosas porque no soy meteorólogo, pero sí me da la impresión de que ese cambio, que seguro que responde a criterios técnicos acertados, nos lleva a un problema de comunicación: antes había una gota fría al año y todos éramos más conscientes del peligro que implicaban, ahora hay una decena de DANA y la mayor parte de ellas pasan como borrascas un poco fuertes y algunas ni eso.

Volvemos a lo anterior: cuando vas ya por la quinta o sexta DANA de la temporada y en ninguna de las anteriores ha pasado absolutamente nada, llega la séptima y es muy difícil que le hagas algún caso, así que, como nos contaban nuestros contactos en la zona, si no llueve sales a pasear el perro.

El fracaso del Estado

Les prometí que estas reflexiones no iba a ir de política y quizá piensen que con esta última estoy faltando a mi promesa. Me excusaré diciendo que esto es más bien ideología y, de hecho, verán cómo ningún partido político pondrá sobre la mesa esta cuestión.

Y es quizás la que más debería hacernos reflexionar: el Estado, una vez más, ha fracasado. Incluso los que pensamos que la maquinaria estatal debe ser muchísimo más pequeña y concentrarse en menos tareas solemos conceder que este tipo de emergencias puede, o incluso debe, ser una de ellas.

Pero a la hora de la verdad nuestro elefantiásico Estado no había hecho los deberes antes y ha respondido tarde y mal después. Las diferentes administraciones no han sabido o no han querido coordinarse y, a la hora de la verdad y durante varios días, la ayuda que se ha recibido en la zona ha sido, sobre todo, la de las empresas y los particulares.

Alguno de ustedes me dirá ahora que es por culpa de las autonomías, pero yo creo que no es cierto. Vaya por delante que seis años de Pedro Sánchez como presidente me hacen apreciar mucho más que antes un sistema que impide que el inquilino de Moncloa tenga absolutamente todo el poder, pero más allá de eso estoy convencido de que las comunidades autónomas no son el problema y la deficiente arquitectura institucional de nuestro país sí lo es. Dicho de otra forma: lo grave no es tener un sistema autonómico, sino tener uno malo.

Y ahora sí, vuelvo o llego a la política: lo peor de todo es que precisamente por esta situación de debilidad institucional y por la incapacidad manifiesta de la mayoría de nuestros líderes políticos, no vamos a aprender nada de lo ocurrido, como nada o casi nada aprendimos del Covid. Y eso sí que es una lástima: que las desgracias ni siquiera nos sirvan para mejorar.

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