Nunca debemos confundir poder con autoridad. Sánchez tiene poder pero no autoridad. Su poder lo ejerce con autoritarismo, porque nadie —ni él que manda ni los que obedecen—, reconocen la pertinencia de la (su) jerarquía. Nadie obedece sus órdenes de buen grado. Se traga con sus trolas y la gente de su partido lo acepta todo a la chita callando. Es rechazado en todas partes. Nadie lo quiere. Su autoridad es nula. No hace falta ser muy listo para saber que la política española, o mejor dicho, la del Ejecutivo de Sánchez está a punto de estallar. Se parece al final del curso de un río cuyo cauce está obstruido. El río sanchista pasó hace tiempo el curso alto (caracterizado por la acción erosiva de unas aguas que discurrían a gran velocidad hasta erosionar los poderes fundamentales del Estado y la Nación); y también dejó atrás el curso medio (donde predominaban las acciones de transporte de los materiales erosionados con el apoyo de los golpistas catalanes, los exterroristas y nacionalistas vascos, y los comunistas que odian el ser de España); el río mugriento del sanchismo está ya en ya en su curso inferior (el fenómeno principal aquí es la sedimentación de todos esos materiales en gran parte de desecho), su aguas turbias y cenagosas presagian lo peor.
Sólo ha pasado un año del inicio de la legislatura y todo está a punto de estallar. En este tramo de la política española, el Ejecutivo de Sánchez ha arrastrado hasta aquí tantos materiales erosionados, tanta mala yerba acumulada, que nada fluye. El depósito de sedimentos del río es tan grande que ha llegado a obstruir el cauce, y parece que más pronto que tarde sobrevendrá una crecida, el río producirá inundaciones y los efectos serán desastrosos para todos los socialistas, empezando por el responsable primero y último de la riada, Pedro Sánchez.
Y, sin embargo, el culpable del desbordamiento del río pretende agotar la legislatura y presentarse a las próximas elecciones, según ha dicho en el congreso de sus correligionarios de la UGT. No convocará elecciones generales. No dimitirá, pase lo que pase. No dejará por nada el poder. No es un político demócrata. Es un autoritario de libro. Por supuesto, las imputaciones de su esposa y hermano, de su principal comisionista, Aldama, de sus principales colaboradores, como Koldo y Ábalos, e incluso del fiscal general del Estado, etcétera, no tendrá repercusión en su actividad política. Se seguirá pasando por el forro de sus caprichos las investigaciones periodísticas que muestran con claridad meridiana sus responsabilidades morales e incluso estéticas en otros tantos casos de corrupción. Más aún, ni siquiera su posible imputación, según ha deslizado tácitamente varias veces, le haría dimitir del cargo.
Todas las tramas de corrupción investigadas por la policía, la guardia civil, los jueces y los fiscales son para Sánchez un conjunto de mentiras y bulos. Esto es, en mi opinion, lo más trágico para la democracia española. El primer síntoma de que vivimos en un régimen autoritario es el desprecio mostrado por Sánchez hacia todas las agencias periodísticas y jurídicas dedicadas a la investigación de la corrupción. Su vituperación de los jueces y periodistas de investigación ha penetrado todas las instituciones de la democracia, por ejemplo, el Congreso de los Diputados. Sánchez ha conseguido que esta institución apenas sirva para otra cosa que para legitimar sus desmanes. Resulta patético que una cámara de representación política, una de cuyas funciones principales es controlar al Ejecutivo, haya renunciado casi por completo a investigar las tramas de corrupción que están relacionadas con Sánchez. Pareciera que el Congreso de los Diputados sólo ha quedado para blanquear el sanchismo. Sánchez ha conseguido que el Congreso de los Diputados esté totalmente deslegitimado, desde el punto de vista político. Esta legislatura, que acaba de cumplir un año, apenas ha aprobado sólo una gran ley orgánica, la Ley de Amnistía, que está recurrida en todas las grandes instancias judiciales de España y Europa. Tampoco se han aprobado los presupuestos. Las dos únicas funciones en las que los parlamentos son efectivamente insustituibles, aprobación de proyectos de ley y presupuestos, han quedado reducidas casi a nada. Hay algo aún más grave, el Jefe del Gobierno elude permanentemente los controles que sobre él podría ejercer la Oposición, incluso ha llegado a decir que gobierna sin necesidad del parlamento. En fin, si el Congreso de los Diputado no aprueba los presupuestos, no presenta serios proyectos de ley y, encima, blanquea, cuando no protege el delito, entonces ¿para qué queremos este Parlamento? ¡Quizá para cantar las loas del peor Ejecutivo de la historia de España!