
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, es el ejemplo más depurado en España de las élites extractivas, un personaje que ha hecho de la política una actividad que nada tiene que ver con el bien común y sí con el enriquecimiento de su entorno más directo, la familia, el partido y el Gobierno. Nadie como él encarna esa figura del político que ha llegado al poder para valerse de él, para utilizarlo en su exclusivo beneficio y para ejercerlo con una osadía y un descaro inéditos. En suma, la prueba de que la democracia en España tal como la habíamos conocido hasta su llegada a la Moncloa es historia antigua.
La dimisión de Lobato o los temores del conseguidor Víctor de Aldama sobre su integridad física y la de su familia no son las únicas noticias del día, uno más en la historia trágica de España, que apelan directamente a la responsabilidad de Sánchez. Su propio hermano ha sido imputado mientras el presidente exhibía en el Congreso de los Diputados su falta de empatía con los afectados por la gota fría de Valencia. Nada nuevo desde que Sánchez gobierna gracias a una moción de censura apoyada por los líderes separatistas de la asonada de 2017 y a los herederos políticos de la ETA, convertidos en socios esenciales de un proyecto cuyo objetivo es destruir la libertad de los españoles, sus derechos y la igualdad entre todos ellos.
El líder socialista es un populista como no se ha conocido otro en este país, un tipo capaz de imputar al cambio climático los efectos de la devastadora política "ecológica" del PSOE y sus socios, capaz de atribuir a la oposición en pleno todos los bulos que él propaga sin el menor atisbo de sonrojo, como si la realidad y la verdad fueran meras convenciones. Bulos, bulos, bulos. Ese es el resumen de todas sus intervenciones. El uso constante de ese término, las invocaciones a la "ciencia" y frases como "si quieren ayuda, que la pidan" o "yo estoy bien" definen a un dirigente instalado en la soberbia y en la prepotencia.
El último ejemplo de los desvaríos de Sánchez es esta frase pronunciada en el fragor del último debate en el Congreso: "Ustedes tienen un concepto muy patrimonialista del Estado, que les hace pensar que tienen derecho a usar las instituciones en beneficio de sus familiares y de sus amiguetes". La frase entre comillas, hay que insistir en ello, es de Sánchez, no de Feijóo o de Abascal, sino del tipo que utiliza a la abogacía del Estado para defender a su esposa, que ha manipulado y manoseado la Fiscalía General del Estado hasta destruirla, que amenaza a los jueces que se atreven a investigar la corrupción en su entorno, que maneja el Ejército y a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado a su antojo y en función de sus intereses, que se cree por encima del Jefe del Estado y del mismo sistema democrático.
Hay que contarlo mientras se pueda, dejar constancia de lo que ocurre en un país destrozado por las ambiciones de un presidente que en un alarde de total irresponsabilidad se tomó cinco días de "reflexión" cuando su esposa, la "catedrática", fue imputada por corrupción en los negocios. Aunque sea casi imposible de creer, Sánchez ha hecho de Zapatero (el embajador de la Venezuela del tirano Maduro y el representante de los intereses económicos de China) todo un estadista.
