Noviembre, mes de los Fieles Difuntos, y ya brillan las lucecitas navideñas. Hace ya muchas semanas que las estanterías de los supermercados están repletas de turrones, y en los escaparates de las tiendas de ropa lucen ya los largos y elegantes vestidos de fiesta para la próxima Nochevieja. La urgencia del vendedor es tan razonable como la del comprador. Nada que objetar ahí. Pero el decorado no hace la fiesta. Y no hay fiesta aún, tan solo la memoria de los muertos, la lentísima llegada de los primeros fríos, y el tono oscurecido de la pleamar a media tarde, que el mar va mudando poco a poco su cara hasta diciembre, cuando se instala en la bahía la luz negra y el brillo acristalado en los rizos de las olas.
Los grupos de WhatsApp son hervideros de citas navideñas, calendarios en llamas, turnos y libranzas decembrinas, e invitaciones a fiestas de Fin de Año. Diciembre es mes de brindis, abrazos, y buenos deseos, pero noviembre, como todo el otoño, tiene también una función del todo opuesta a la prisa.
Las hojas caídas de los árboles al albur de los vientos, los maderos humedecidos en las leñeras de las casas de campo, los frutos de la cosecha reposando en la cocina, y el color rosáceo de los amaneceres gélidos. Noviembre cierra un ciclo y nos recuerda que con él también caeremos nosotros, como ascienden a la eternidad las almas de los difuntos, como cae la fruta madura de los árboles, como se cierne la noche con ojos ya casi navideños sobre el ecuador de la tarde, se extingue despacio la luz, que brilla con más fuerza cuando lo hace, quizá para compensar sus horas de veto.
Noviembre es mes muy urbano, quizá por eso me gusta aprovechar algunos sábados para dejar atrás el asfalto y contemplar la llegada de la noche entre sembrados, junto a los pastos del ganado, o en pequeños puertos pesqueros donde languidecen varadas barcazas abandonadas, con las venas de la madera al aire, que ya no resistirán otro invierno.
"Hay muchos cortijos abandonados cayéndose", escribe Muñoz Rojas en Las cosas del campo, "el campo se ha quedado más solo, las yerbas ignoradas tienen nombre para los yerbicidas implacables, abejas y abejarucos se refugian donde pueden contra enemigos comunes, las herrizas son más que nunca lugares donde la hermosura se acoge y la libertad reina".
El campo es quietud en constante movimiento, lo sabía Muño Rojas, y el otoño es tiempo detenerse a contemplar sin dejar de caminar. "El otoño tiene cada día más encanto", escribe Pla en El cuaderno gris, "el tiempo es lluvioso y no se cansa de caer un agua menuda y fina que difumina las montañas en una neblina azulada ligeramente tocada de malva". "En este tiempo, cuando llueve, todo está en calma", dirá después, "el agua parece dormida. Se oye un hormigueo desordenado en las rocas y la roedura en la arena. El mar tiene un color entre amarillo y blanco, de perla. Una luz interna parece subir de la profundidad".
Hay una lección de vida y un contraste salvaje entre la urgencia de la ciudad por adelantar acontecimientos y celebraciones, y la calma impasible y terca del campo, siempre fiel al rigor de las estaciones, inalterable a los vaivenes coloridos de la gran ciudad. Brotan las flores cuando brotan, se recoge la leña cuando ha de hacerse, se siembra cuando corresponde, y caen los frutos maduros cuando es su época. El campo no anticipa la Navidad, ni el verano, ni celebra el Black Friday. El campo respeta el otoño, su magosto, sus cosechas, y sus rituales.
Cuando la urgencia de la gran ciudad nos agrede, que a fin de cuentas llevamos en nuestro interior el mismo reloj biológico que las cosas del campo, cuando forzamos nuestra naturaleza para vivir en la urgencia, el anticipo, y la novedad, nos convertimos en monstruos mecánicos, un poco menos sensibles, un poco menos humanos, y sembramos a destiempo el veneno mortal de la ansiedad.